Después de siete semanas de encierro riguroso por culpa del coronavirus, se nos ha permitido poner los pies en la calle con permiso de la oficialidad. Y a pesar del lío inicial de la propuesta, ese cuadrante a base de fases, franjas horarias y grupos de población que entran y salen en orden -se supone- para no chocarse, niños y mayores nos hemos sentido como mininos a los que les abrieran la gatera. Y es que en espera de horizontes de liberación mucho más diáfanos que todavía tardarán -el Congreso prorrogó ayer el estado de alarma en medio del rifirrafe político, uno más-, esas salidas pautadas fuera de las cuatro paredes domésticas son un soplo de aire fresco que ensancha los pulmones y el ánimo. Deportistas, paseantes y toda la fauna urbana en general nos hemos tomado esta libertad condicional como un apetitoso aperitivo del festín por llegar. Y ¡hala!, para fuera en tropel. Salvo algunos que no acaban de ver clara la desescalada y, presos de una especie de síndrome de Estocolmo, se toman como una amenaza para su integridad física que se les entreabra la puerta, el personal parece moverse al grito de «Tonto el último». Así que a determinadas horas, y no digamos ya si es fin de semana y con el buen tiempo que por fin llegó, hay lugares tan transitados en esta ciudad, como en todas, que dan miedo.

Lo que pasa es que la pandemia ha instalado el miedo con tal fuerza en nuestras vidas que a veces solo nos queda escoger entre un temor u otro. Asfixia casera o lanzamiento al vacío; quedarnos paralizados o empezar a movernos, con sus peligros, para volver a poner en marcha el país. Espanta asomarte a la ventana y ver aceras y asfalto convertidos en una feria; recelamos de abandonar el nido familiar aunque sea por un rato -si reúne un mínimo de confort y no falta la comida ni la habitabilidad como ocurre en muchos hogares- ante el riesgo de volver a él con el bicho encima.

Sin embargo, el aislamiento social, por más que el ser humano se acostumbre a todo, es aún más demoledor. Cuesta trabajo soportarlo en compañía, por los problemas de convivencia que antes o después estallan entre los que habitan bajo un mismo techo sin escapes, y no digamos ya en tiempos paranoicos. Pero, a poco que no te andes listo, puedes convertirte en carne de diván si afrontas el confinamiento en solitario. Y eso, la soledad doble, es el paisaje de mucha gente estos días. Una reciente encuesta del INE revelaba que en Córdoba más de 73.000 personas afrontan la reclusión a solas, como consecuencia de que una cuarta parte de los hogares de la provincia tiene un único miembro. Es además una situación que afecta especialmente a las mujeres (un 56%, y de ellas un 48% mayores de 65 años). Porque las mujeres vivimos más, o eso dicen, y porque, al contrario que los hombres, preferimos estar solas a mal acompañadas. Hasta que llega la vejez pura y dura, cuando dejas de valerte por ti misma y te pesa demasiado la independencia. En esa circunstancia, ser mujer y anciana en esta cuarentena que como mínimo será setentena es una desolación añadida, solo atenuada por la teleasistencia y la llamada de los nietos. Y ahora, si se puede, por el paseíto aunque sea con taca-taca.