Abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!» exclamó una inocente Caperucita. «Son para ver cómo te has convertido en protagonista de una historia tóxica con perspectiva de género» respondió ufano el travestido lobo, reproduciendo literalmente los postulados del colegio de Barcelona que ha retirado de su biblioteca los ejemplares de Caperucita Roja por «no cumplir con los estereotipos de diversidad exigibles» (sic). Bienvenida sea la iniciativa, pero llega tarde. Son varias las generaciones que hemos crecido ajenos a los subliminales idearios que ocultaban nuestras lecturas infantiles, pues quién podría suponer que bajo la beatífica mirada de Blancanieves se escondía una sumisa víctima de las conductas micromachistas de siete varones afectados por enanismo; cómo imaginar que Pinocho, pese a conformar una familia monoparental con su progenitor A, sufría las consecuencias de una reprobable concepción heteropatriarcal de las relaciones paterno--filiales; qué decir de la escandalosa ambición inmobiliaria de los tres cerditos; o de la estigmatización sufrida durante su pubertad por un pato alejado de los cánones de belleza impuestos por la ominosa sociedad machista.

Resulta penoso que, con la aquiescencia del Estado, se ampare el alto grado de sectarismo que preside la labor docente de muchos centros educativos, donde, junto a otros objetivos rayanos en la paranoia, se anhela la abolición de la libertad individual desde la más temprana edad. Con un desconocimiento interesado de la historia, estos adalides de la modernidad pretenden epatar mediante la implantación de algo tan obsoleto como el adoctrinamiento a través de la censura literaria, ignorando que desde el «nihil obstat» con el que en la Iglesia autorizaba en el Medievo la impresión de los libros que consideraba acordes con la moralidad, hasta la represión característica de las dictaduras europeas del siglo pasado --pasando por la actual censura de lo políticamente correcto-- ha sido común denominador la prohibición de obras literarias contrarias al orden establecido. Ahora que los independentistas catalanes sostienen que Miguel de Cervantes era de Tarragona (!), es buen momento para que Montse, la audaz directora del colegio censor; Mireia, la siempre dicharachera presidenta de la asociación de familias contra la intolerancia de género (otrora conocida como asociación de padres); Ferrán, el cura secularizado; y Pau, el bibliotecario solterón, indulten de la purga a «Don Quixot de la Mancha», y renueven sus ideas con la lectura del pasaje en el que sobrina, ama, cura y barbero arrojan a la hoguera la biblioteca del hidalgo de lanza en astillero.

Concluyo con un ruego. No priven a sus alumnos de la lectura de Caperucita, y, como suelen, alteren la historia. Nada de ser felices y comer perdices (intolerable discriminación hacia los veganos); adapten el clásico a sus intereses, y díganles a los niños que el cazador, al entrar en casa de la abuelita, no encontró ningún lobo panzudo durmiendo, sino una turba de exaltados que, portando el ataúd de Caperucita, justificaban su muerte por machista y poco roja.

* Abogado