Al anticuario Enrique Santos Morales lo quería mucha gente porque era un hombre de palabra. Y mis motivaciones más profundas me llevan a homenajearlo por un aspecto que hacía su figura humana mucho más excelsa: su dulzura para con las gitanas y los gitanos. No es ningún secreto reconocer que, en esta engreída sociedad, los gitanos tenemos que demostrar más que demasiado que somos honrados y luchadores. Y ahí vamos en la lucha para vencer esa generalizada imagen alimentada por bulos o por malas conductas de una parte; si esta parte negativa no existiera, los gitanos no seríamos humanos, seríamos extraterrestres (contando que los extraterrestres sean perfectos, que no lo creo). Pero aun con tanto en contra, a veces nos cruzamos en el camino, no ya con individuos que nos tratan como a cualquiera, sino con gente que heroicamente da un paso más. Y no es casualidad que estos guerreros sociales tengan el corazón de oro. Enrique era y es sensacional y seguro que allá donde esté lo primero que ha hecho es invitar a café a aquellos flamencos que en gloria ya están con él y que en los años setenta se reunían en la plaza del Potro para hablar de tratos, palabras cumplidas y antigüedades de calidad; Enrique con quince años se ponía en medio a escucharlos para aprender el oficio ante la permisividad de los viejos por la admiración que les provocaba aquel chiquillo. Y no solo lo aprendió, sino que, como buen nacido, por doquier decía que todo lo que sabía se lo debía a los gitanos y que él se consideraba era uno de los nuestros. Así, sentado con su puro y su elegancia, con ese porte magnífico ético y estético, estuviese con un conde, un banquero o un betunero, si veía pasar a una morenilla con fatigas, la paraba y le decía: sobrina ¿qué te hace falta? Yo hace años sufrí un bache y me aconsejó: «Tú de esto sales solo. Así que aprende y no denuncies». Me cachis en la mar, ni el más gitano del mundo me hubiera dado un consejo tan racial y certero. Gracias a Dios, en vida le dije que el sentimiento era mutuo. Poco antes de marcharse, lo vi cantando en la terraza del bar la Perla de Gran Capitán su tango preferido (el de los ejes sin engrasar) sin pudor alguno, algo que no era muy típico en él dada su discreción. Pero claro, la ocasión merecía romper el protocolo de esta vida para despedirse con arte, porque el arte es lo que siempre le motivó; mucho más que el dinero que tan honradamente trataba. Así que, doy mi más entrañable pésame a su familia y le dedico esta columna en nombre de todos los gitanos de Córdoba a quienes con tanta gallardía defendía ante la intolerancia de la ignorancia: ¡Hasta siempre, primo Enrique!

* Abogado