La proposición de ley para un referéndum ilegal y unilateral en Cataluña no es una norma de mínimos, como la definen sus promotores (Junts pel Sí y la CUP); es, primordialmente, un efímero engendro. Efímero porque, según su propio redactado, la ley quedaría derogada al día siguiente de la supuesta celebración del 1-O, por lo que presume de regular «un régimen jurídico excepcional». Y engendro porque, al tiempo que se define como una ley suprema que «prevalece jerárquicamente» sobre cualquier otra norma que la contradiga, plagia la legislación electoral del Estado, hasta el punto de declararla subsidiaria en aquellos supuestos no previstos en el texto. La futura ley es inadmisible porque constituirá, por sí misma, una declaración unilateral de independencia, esgrimiendo como base argumental las declaraciones sobre derechos humanos de las Naciones Unidas que ha ratificado España y dictámenes de la justicia internacional, pretendiendo que todos ellos avalan el derecho a la autodeterminación de Cataluña. Una interpretación voluntarista e irreal que contrasta con los pronunciamientos de la propia ONU y de la comunidad internacional.

El objetivo de Carles Puigdemont al presentar esta norma era demostrar que el referéndum anunciado para el 1 de octubre gozará de las mismas garantías democráticas que cualquier convocatoria electoral. Pero no es así. El texto choca frontamente con la Constitución y con el propio Estatuto catalán, y está lleno de trampas. ¿Cómo elaborará la Generalitat un censo del que legamente carece? ¿Cómo logrará que los ayuntamientos cedan sus locales contra el criterio del secretario municipal, dependiente del Estado? ¿Quién garantizará la neutralidad de una administración y de unos medios públicos de comunicación cuya apuesta por la independencia es inquebrantable? ¿De qué modo se asegurará la pluralidad en la campaña de un referéndum no reconocido por el Estado ni por cuatro de los seis grupos políticos que representan a la mitad del electorado? Una cosa sí quedó clara: se considerará válida la consulta sea cual sea la participación, y bastará con que el ‘sí’ gane por un solo voto para que el Parlamento catalán declare la independencia en un máximo de 48 horas. Los independentistas prosiguen así su huida hacia adelante, soslayando escollos legales, garantías democráticas, divisiones internas y falta de apoyos electorales, mediante otro trampantojo: la convocatoria de un referéndum simulado, en la confianza de que sea la respuesta punitiva del Estado --desproporcionada en el imaginario soberanista-- la que, al abortar su celebración por la fuerza, les confiera la legitimidad no obtenida en las urnas. Un órdago delirante de la Generalitat que no hace sino posponer la resolución del conflicto, que será dialogada o no será.