Las señales que va dando la economía española en este inicio de otoño son de enfriamiento. El PIB está creciendo al 2% interanual, lo que supone la tasa de crecimiento más baja desde 2015. Un crecimiento que se debe más al crecimiento de los gastos de la administración pública y de las exportaciones que al del consumo privado y la inversión, lo que genera no pocas incertidumbres, pues el límite de las administraciones públicas lo determinan los impuestos y el de las exportaciones la competitividad exterior. Un enfriamiento que se empieza a notar en todos los indicios de los que nos servimos los economistas: la contratación se está reduciendo respecto al mismo mes del año 2018, como se están reduciendo las ventas de turismos, como está cayendo el consumo de energía eléctrica o la producción industrial.

Las causas de este enfriamiento son conocidas y se venían anunciado. El modelo de crecimiento de salida de la crisis ha sido un modelo basado en la demanda externa y la competitividad exterior, en un contexto de política monetaria muy expansiva (tipos de interés cercanos al cero) y fiscal también expansiva (déficits públicos del 3%). Puesto que parte de la burbuja de crecimiento de la economía española se había debido a un crecimiento de las rentas salariales superior al crecimiento de la productividad, financiado desde el exterior, la corrección de estos desequilibrios solo podía producirse mediante la dieta de devaluación salarial a la que se ha sometido la economía española. Esta dieta, más dura que la de nuestros competidores, ha dado como resultado un modelo de crecimiento basado en el turismo y las exportaciones, por un lado, y el consumo y la inversión, por otro. Los dos primeros por la mejoría relativa de competitividad frente al exterior y los dos segundos por las políticas monetarias y fiscal expansivas.

Pero estas bases están llegando a su fin. En primer lugar, porque las principales economías de las que depende la economía española, para la colocación de sus bienes (coches, bienes de equipo, etc.) y servicios (turismo), como para su financiación, se están enfriando: Alemania está al borde de la recesión, lo que implica menos exportaciones y menos turismo; Francia está en situación de estancamiento y el Reino Unido e Italia están sumidas en profundas incertidumbres que debilitan nuestra economía. En segundo lugar, porque los competidores de nuestros principales productos, empezando por el turismo, están volviendo a ser competitivos: Grecia, Turquía, Túnez, etc., vuelven a competir en los mercados turísticos. Y, finalmente, y en tercer lugar, porque el margen de las políticas expansivas se estrecha con el tiempo, pues no es posible mantener una política monetaria de tipos de interés cero durante tiempo indefinido sin poner en peligro el mismo sistema financiero, como no es posible una política fiscal de déficits públicos estructurales de casi el 3% del PIB con deudas públicas cercanas al 100% del PIB sin poner en peligro la misma economía.

La economía española se está enfriando, pues, en un contexto de políticas instrumentales muy expansivo que no se puede mantener en el tiempo. Dicho de otra forma, y de una forma más cruda: el crecimiento de la economía española puede ser cercano al cero en los próximos trimestres, lo que traerá una disminución de la creación de empleo y una contracción de las expectativas sobre el futuro de nuestra economía, sin que tengamos mucho margen de maniobra. Esto supondrá que empecemos a hablar nuevamente de crisis. Una crisis que, esta vez, no se puede edulcorar con más gasto público, ni se va a resolver con más expansión monetaria.

Y porque esta crisis va a llegar y le va a tocar al próximo gobierno, me gustaría, si no fuera mucha molestia, que en la campaña electoral se hablara seriamente de economía. El problema es que mucho me temo que ninguno de los candidatos tiene ni idea de qué es eso. Empezando por uno que dicen que es doctor en la materia.

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola Andalucía