Tras esa voluntad social por abolir el tiempo que de un modo tan rotundo se manifiesta en la Nochevieja, recibimos el Año Nuevo en un ambiente orgiástico y nocturno de plenitud. Percibo en la distancia el eco de las 12 campanadas del reloj de las Tendillas que marcan la frontera entre un año y otro, como si con el toque de la soleá interpretada por Juan Serrano, cuya falseta original compusiera Niño Ricardo, el virtuoso maestro hubiera querido simbolizar durante esa noche última del año la propia inversión del orden social. En ese deseo por derogar el tiempo, ese tiempo que algunos filósofos entienden como duración o permanencia en la existencia, me gustaría que ese clamor colectivo de regocijo en la plaza, tan ensordecedor y estridente, sirviera también para que a través de él pudieran hacerse visibles todos aquellos que, en apariencia, no existen en nuestro mundo. Son, en efecto, más de 50 millones los niños que forman parte de esa legión de invisibles y ocultos de la vida pública, carentes incluso de una identidad propia, los cuales se hallan involucrados en las peores formas de trabajo. Son demasiados los que viven en las calles, se dedican a la prostitución, sirven por deudas, o bien participan como escudos humanos en todo tipo de guerras. Sin familia la mayoría de ellos, nadie puede ayudarles. Por ello, uniéndome a esa voluntad colectiva expresada en la noche de San Silvestre de invalidación simbólica de la edad, me agradaría que jamás se hubiera dado entre nosotros dicha situación inhumana; pero sueño, sobre todo, con que nunca vuelva a acontecer, que nunca protagonicen dichas cifras ninguno de los informes que los próximos años nos presentará para nuestra vergüenza Unicef.

Mientras tanto, en España damos inicio al Año Nuevo con rituales atávicos, a fin de darle la bienvenida durante un mes frío que se cierra en algunos lugares de nuestra geografía peninsular con las celebraciones de San Sebastián, una festividad cargada de simbolismo, con hogueras, vaquillas, demonios y danzas por doquier. Serán muchas las poblaciones que, a principios de año, saluden al invierno con rituales diversos en sus celebraciones más tradicionales, entre las que no faltará el ensordecedor ruido de los cencerros del Zangarrón, tal y como acaece desde hace más cuatro centurias en las tierras zamoranas de Montamarta, y que sirve a los lugareños para ahuyentar a los mozos solteros; también las hay donde los diablos cubren sus rostros con máscaras negras, al tiempo que esgrimen tridentes y tenazas para agarrar a cuantos participan de la fiesta, como sucede con el carocho en Abejera (Zamora) o con los demonis de Sa Pobla o de Arta, en Baleares, siendo en esta última población donde se dedican a atormentar a san Antonio Abad. Igualmente, hay botargas en otras localidades y, entre ellas, en Montarrón, y los días 23 y 24 también en Mohernando y Mazuecos, todas ellas en la provincia de Guadalajara. Incluso en otras poblaciones tampoco se privan de la figura del orondo obispo con hisopo; o bien construyen túmulos donde se aparenta enterrar al Niño, mientras algunos tratan al unísono de desenterrarlo; o se enfrentan por doquier en tierras de Zamora, por ejemplo en Riofrío de Aliste, donde la obisparra, auténtica mascarada de invierno, intenta enterrar al año viejo para dar la bienvenida al nuevo.

Son numerosas, pues, las representaciones populares que nos muestran la lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, lo que constituye, en definitiva, un símbolo veraz del nacimiento del año. Por desgracia, los informes que anualmente nos presenta la referida agencia de la ONU sobre ese ejército de niños invisibles y explotados en modo alguno se ven reflejados en estos falsos autos populares; tampoco presentan, desde luego, un paraíso de cuento, como señalara Rosa Luque al referirse a ellos. Todo lo contrario: existen casos que llegan a convertirse en un auténtico infierno, aquí en la tierra, donde por acción u omisión los diablos reales pasamos a ser nosotros mismos, en la medida en la que permitimos situaciones como las antes descritas. Y eso incluso en nuestro mundo más desarrollado, a pesar de que en él no se nos mueran tantos niños por hambre, sida o en algunas de esas injustas guerras en las que, muy a su pesar, participan en otras latitudes, y que ahora, cuando por enero florece el romero, no son una ficticia y atemporal mojiganga del invierno, sino una durísima realidad de la que no deberíamos desviar la vista ni, sobre todo, la conciencia.

* Catedrático