Todo comenzó por casualidad un día de primavera, una de esas mañanas radiantes, en que el Sol sale con mucha fuerza después de pasar un invierno muy lluvioso. Fue solo entrar y algo me tocó el alma, aluciné cuando pasé por aquel camino lleno de grandes y viejos olivos mezclados con naranjos en flor que desprendían un aroma envolvente, había una luz tan especial que hasta los colores parecían distintos. La tranquilidad y el silencio que invadía aquel camino era espectacular, solo de vez en cuando se veía perturbada por el sonido de los pájaros. Entré por aquel pasillo tan limpio, tan brillante que se podía ver mi cara reflejando el miedo a lo desconocido pero al mismo tiempo sentí una gran calma, una paz interior que me sobrecogió, no me había recuperado de la emoción cuando salió al encuentro una persona que con lau amabilidad que le caracteriza me pregunto si necesitaba algo, mientras escuchaba de una forma muy atenta pude ver en sus ojos la bondad y la gran humanidad que transmitía.

Cuando empecé a trabajar vi que era lugar muy especial, tan único que viviría unas experiencias que enriquecerían mi vida. Me di cuenta de que allí había personas increíbles, gente muy especial que dedicaban toda su vida a cuidar de otros, que se preocupaban por los demás, que hacían lo imposible para mejorar lo que no tenía arreglo haciéndoles la vida más fácil, tenían solución para todo imprevisto y sobre todo la sonrisa que todo lo cura.

Como un aprendiz se pega a su maestro, yo me acerqué a San Juan de Dios, supe de su vida y aprendí de sus hechos. Sin ser sanitario intentaba seguir sus pasos, practicando una de las cualidades que tanto lo definen, la «humanidad». Me reconfortaba como persona poder satisfacer alguna necesidad o provocar una sonrisa de agradecimiento, la cual no tenía precio. En mi vida olvidaré con la cara de felicidad que me esperaba todas las mañanas, Miguel, era un chico de unos 18 años que tuvo un desgraciado accidente que le produjo una paraplejia dejándolo inmóvil y sin habla. Durante un mes me tocó hacer su habitación, era entrar y con los ojos me decía que pusiera la radio que tenía colgada de su cama, con sus gestos me iba diciendo y buscábamos emisoras hasta encontrar la música que le gustaba. Al ritmo de la música limpiaba la habitación, cuando me iba le decía «mañana más», cerraba los ojos, los apretaba durante unos segundos y ponía la sonrisa en su cara. Tampoco podré olvidar el trato cercano el seguimiento personalizado de los hermanos, dándote a entender que formabas parte de la Orden.

Como todo comienzo tiene un final, mi fin tristemente ha llegado, me he visto obligada a dejar mi trabajo, 27 años de mi vida se quedan ahí, pero puedo decir que, aunque ya no esté en el hospital, un trocito de mi corazón se queda en ese lugar tan especial, en ese camino que marcó mi vida. Siempre lo llevaré conmigo.