El 17 de marzo del año 180 moría en el frente del Danubio, mientras dirigía la lucha contra los germanos, el emperador Marco Aurelio. Tenía cincuenta y nueve años. A pesar de que era de complexión débil y de que arrastraba varias enfermedades, obedeció al imperativo moral de dirigir la guerra en primera línea. Posiblemente la peste lo remató. El aspecto envejecido que muestra en la película Gladiator quizá no diste mucho de la realidad histórica.

Marco Aurelio había sido el último de una dinastía de «cinco emperadores buenos», los Antoninos, todos conectados con la provincia de la Bética: Galba, Trajano, Adriano, Antonino Pio y él mismo. El historiador inglés Edward Gibbon se refirió a esta etapa como «el período de la historia del mundo durante el cual la condición del género humano disfrutó de la máxima dicha y prosperidad». Ahora bien, es paradójico que Marco haya pasado a la posteridad como gobernante modélico, ya que ni creía en la posteridad ni tuvo vocación de gobernante. Consciente de la transitoriedad e insignificancia del ser humano, habría preferido dedicar su vida al cultivo de la filosofía estoica. Pero el destino, en el que él creía, le deparó otra suerte.

Aunque nacido en Roma, pertenecía a una noble familia, la de los Annio, oriunda de la Bética y, más concretamente, de Ucubi (actual Espejo). Una razón más para estudiar, reivindicar y poner en valor su legado inmaterial. De haber nacido en Estados Unidos, le habrían dedicado varios monumentos, fundaciones y cátedras de estudio, y, si me apuran, hasta un parque temático. En Córdoba ignoramos con altanería a ilustres paisanos como Séneca y Marco Aurelio, que sentaron las bases del pensamiento ético y político de Europa. A la muerte en el año 161 del emperador Antonino Pío, quien lo había designado como sucesor, Marco Aurelio se avino a blandir las riendas del imperio. Pero, en lugar de acaparar el poder para sí, sorpresivamente prefirió compartirlo con su hermano de adopción, Elio Vero. Si durante el mandato de Antonino Pío había primado la prosperidad en el imperio, a Marco Aurelio, que nunca aspiró a ampliar el dominio romano, le surgieron problemas y guerras en los cuatro puntos cardinales del territorio imperial. Incluso los éxitos se tornaban desgracias: los soldados que regresaron triunfantes de la guerra contra Partia introdujeron una virulenta peste en Italia, que diezmó la población. Hacia el final de su vida oyó con más tristeza que ira la noticia de que un gobernador que había sido su mano derecha, Casio Avidio, se había sublevado contra él en las provincias orientales. Su único comentario fue: «Desagradecido».

Para gestionar tantas contrariedades, el emperador se refugió en la filosofía estoica. En la última década de su vida, pasada en el frente contra los bárbaros, redactó en griego, sin intención de publicarlas, una especie de reflexiones dirigidas a sí mismo que hoy conocemos con el título de Meditaciones. La lectura pausada de las Meditaciones nos muestra su grandeza y humildad. Marco cree que el mundo está regido por una providencia universal (llámese dios, naturaleza o destino), a la que el hombre debe someterse. Esta providencia nunca envía desgracias: las contrariedades solo lo son aparentemente, pero no afectan al hombre curtido en la filosofía, que se sabe capaz de ser feliz en mitad de su desgracia (o en Alaska, como diría Rafael Santandreu).

En la teoría y praxis política, Marco Aurelio también tiene mucho que enseñar al mundo moderno, sobre todo si lo comparamos con la corrupción y el afán de poder que dominan la palestra política. En sus reflexiones se amonesta a sí mismo para que el poder no se le suba a la cabeza: «no cesarices». Nunca cedió a la tentación del autoritarismo. Antes bien, sabía escuchar y dejarse asesorar. Postulaba que los intereses particulares debían subordinarse al bien común. Fue enemigo de la corrupción; el poder no lo enriqueció, sino todo lo contrario: sacó a pública subasta las propiedades imperiales para salvar una situación de bancarrota. Legisló como un gobernante ilustrado para mejorar el estatus de algunos colectivos discriminados, como las mujeres y los esclavos; sin prohibirlos, restringió el boato y frecuencia de los juegos gladiatorios, que, como a Séneca, le repelían. Abrigaba el sentimiento sombrío de que poco se puede hacer desde el poder para cambiar la naturaleza de un pueblo. Hacia el final de su vida no sentía satisfacción por la labor realizada ni esperanza de posteridad. En ambos puntos se equivocó. El historiador antiguo Casio Dion le rindió un sentido homenaje con la frase «No tuvo la buena suerte que merecía». Hoy lo recordamos como el buen emperador que no quiso reinar.

* Catedrático de Filologia Latina. Universidad de Córdoba