La sutil artimaña de la tiniebla para que no nos comuniquemos con palabras, y que así nuestra persona siga en el proceso deshumanizador que nos ha dejado en la incomunicación, el aislamiento y la soledad más desesperada. Ya no expresamos nuestra alma con las palabras, el prodigio evolutivo que nos regaló la maravillosa aventura de ser humanos; ya no nos escribimos «te amo»; eso nos compromete, nos interpela y nos obliga a presentarnos y entregarnos; ahora enviamos un dibujito que se interpreta como amor, y ya hemos cumplido; es más versátil y más rápido. Ya hemos convertido nuestra dignidad en ir en rebaño hacia ninguna parte; es decir, hacia nada, donde transitamos con la ensoñación de que atrapamos agua y retenemos viento. Los viejos, aunque también nos sometemos, conservamos rincones de aquel mundo en el que todo era real; pero las nuevas generaciones se entontecen porque no hablan, no expresan, y una persona que no expresa es masa, que es lo que le interesa al poder y a la sociedad de consumo. Ahora si, por ejemplo, somos felices, ponemos la yema de una dedo en una pantallita a la que nos encadenamos, y enviamos una retahíla de manos que se sobreentiende que aplauden, pero que lo mismo podría interpretarse que hacen albóndigas. Es otra vuelta de tuerca hacia el vacío: todos iguales con el mismo dibujito. Emoticón. ¡Hasta el palabro asusta!; es decir, expresar emociones con símbolos diseñados igual para todos, que abarquen todos los matices de un sentimiento. Ya no es mi «te amo», sino el de cualquiera y para cualquiera. Y si no hablamos con los demás, tampoco con nosotros mismos, y así no nos reconocemos, no sabemos por qué sufrimos, por qué nos frustramos o cómo podríamos ser felices; por qué existimos. Y si no hablamos con nosotros, tampoco con la esperanza ni con Dios. Todos marchamos al mismo son del mismo bombo, reímos igual, lloramos igual, amamos igual. Hemos creído que el amor real nos esclaviza. Nuestro ser se ha reducido a un leve roce en una pantallita que adoramos, dirigido a todos por igual, pues en realidad no queremos el agobio de sentir quién tenemos al otro lado, no queremos saber de su soledad, sus miedos, su tristeza, porque en vez de vivir la vida, la pensamos, y así nos entontecemos con la ilusión de que somos libres.

* Escritor