Desde hace ya un tiempo se ha instalado en nuestras vidas un desasosiego difícil de vencer. Nuestra sociedad ha entrado sin remedio en un grave estado de putrefacción moral que, de un modo u otro, nos impide ser felices. El presente es, ante todo, áspero y gris, y nos hace prever un futuro aún más incierto. Vivimos instalados en la desesperanza. Miramos en cualquier dirección y hallamos miedo, demasiado egoísmo e insolidaridad, demasiada violencia e inquina en todas partes. Más que nunca, hoy el hombre es un lobo para el hombre. Pero contra la ira hay un antídoto eficaz, un antídoto azul que tenemos a nuestro alcance: la bondad, ese bálsamo puro que oxigena los pulmones vacíos de una sociedad sin alma. Es una batalla lenta, muy silente, aunque, en el fondo, a la larga es efectiva. Deberíamos luchar por cambiar la realidad fomentado el amor, el afecto y la ternura. Es preciso mirar a nuestro alrededor con los ojos llenos de luz, desescombrados de soberbia y envidia, de orgullo y prepotencia. Estamos viviendo días muy convulsos, jornadas trenzadas por la aguja de la ira y la cánula amarga de un rencor desesperado que se traduce en un odio sin sentido; pero, como escribió en su día San Juan de la Cruz, donde no haya amor, pon amor y hallarás amor. En esa frase sencilla, luminosa, está la raíz de una rebelión sublime que puede cambiar el mundo transformando el estiércol del odio en suaves rosas vespertinas impregnadas de un manso amor que todo alcanza y todo lo cubre de espléndido sosiego, aunque esto, en principio, nos parezca utópico.

En el mundo siempre ha existido el bien y el mal, pero hoy más que nunca se ensalza lo segundo: si uno quiere triunfar --es el axioma más moderno-- debe derribar a quien tape su camino, pasar por encima de quien se oponga a sus deseos. Los amigos traicionan cuando menos te lo esperas. Hemos ido creando una sociedad hipócrita, de almas soberbias, de espíritus trepas y egoístas, arrinconando en las cloacas del silencio a quienes derraman afecto y bonhomía. La bondad está mal vista en nuestra sociedad y a quien muestra inocencia y amabilidad se le tacha de iluso, de imbécil o de tarado. Si quieres triunfar sé orgulloso y prepotente, traiciona al amigo, vende tu espíritu al dinero entrando en la rueda de ese vil capitalismo que ha borrado la parte mejor de nuestras almas. Por eso, en el fondo, nos va como nos va: nuestras vidas transitan inmersas en una selva. Malos tiempos corren para los pacíficos, aquellos que deberían heredar la tierra, pues son derrotados, al final, por los violentos. Los últimos acontecimientos sucedidos en distintos rincones de España y Barcelona dan muestra de la estupidez, la agresividad y la extrema violencia que flota en el ambiente. Es curioso observar la amarga paradoja de algunos gañanes que exigen democracia, libertad ilimitada para airear sus exabruptos, su modo de estar en el mundo, ¿sus ideas?, mediante actos vandálicos donde siegan, sin piedad ni respeto, la libertad del otro, destrozando sus bienes, su humilde patrimonio. Quienes actúan así son verdaderas bestias. Son como los rabilargos y las urracas, que presumen de ser unos pájaros sociables, laboriosos y pacíficos, pero, a la hora de la siesta, cuando los otros pájaros descansan, alborotan y asaltan los árboles frutales destrozando el sustento de los mirlos y los gorriones, quebrando así el orden natural, el equilibrio sereno de los campos. Contra ellos, contra los violentos e irascibles, hemos de mostrar la luz de la templanza, el resplandor celeste del sosiego. Nunca debemos ponernos a su altura: ser ruiseñor, no un carroñero buitre, azucena y jazmín, no ortiga o zarza fiera.

Hay que ser muy valiente, honesto, y muy pacífico, para ofrecerle al violento que golpea la otra mejilla intacta sin pudor. Pedir perdón y amar al enemigo es, sin duda ninguna, la revolución insólita que puede cambiar esta sociedad cainita donde campa a sus anchas un odio firme y terco. En nuestro país hoy más que nunca hay dos Españas que se observan con ira, miedo y desconfianza. Los que no nos vemos ubicados en ninguna de ellas, creemos que existe otra España más abierta, más serena y pacífica, un espacio de respeto, de amor y empatía con los más desprotegidos, que cree en el oxígeno afable del perdón a la hora de respirar junto al que pasa escupiéndote al rostro y negándote el saludo. Existe, creo yo, un raíl de amor y afecto para encarrilar en una vía convergente a esas dos Españas enfrentadas que se odian. Deberíamos buscar aquello que nos une y obviar, a la vez, lo que nos diferencia. La bondad, el amor, la calma y el respeto son cualidades esenciales e imprescindibles para dinamizar una sociedad cainita donde se han instalado el odio y la violencia. Quizá sea difícil amar al enemigo, pero, aunque lo fuese, la solución no es otra que mostrar la paz y el perdón, nuestra bondad, a todo aquel que nos odia y nos desprecia.

* Escritor