Aunque sea recurrible, la sentencia del caso Gürtel no deja lugar a dudas: el Partido Popular se financió ilegalmente con prácticas corruptas; bastantes y muy relevantes personas se enriquecieron ilícitamente; y otras, especialmente los que tuvieron cargos en el partido, entre ellos el anterior presidente, el señor Aznar, y el actual presidente del partido, Mariano Rajoy, o lo consintieron o, en el mejor de los casos, no establecieron los mecanismos de control, como era su obligación, para que no ocurriera. Como, además, todo esto se ha investigado y conocido mientras el PP ha estado en el Gobierno, su política de negación, inacción, obstrucción e intoxicación, lejos de minimizar los efectos de esta corrupción, los amplifica. En definitiva, el PP se ha demostrado un partido que no es digno de confianza (y lo siento por los cuadros y afiliados que sí lo son), como no lo es el señor Rajoy, ni la mayoría de los cuadros del partido en la dirección nacional. Además, no han mostrado la diligencia debida para poner en conocimiento de la opinión pública lo ocurrido, pues, ni han hecho un informe de auditoría transparente, ni han aportado datos en la Comisión parlamentaria, ni han colaborado con la Justicia (y el caso de los discos duros es llamativo). Tampoco han mostrado arrepentimiento, ni repugnancia, ni la eficacia exigible para reconocer los hechos, repudiarlos y atajarlos, por lo que, en conclusión, no eran dignos de seguir gobernando. Más aún, no eran dignos de seguir gobernando porque ni siquiera son conscientes, a tenor de sus declaraciones (algunas de malos leguleyos como las de la secretaria general, la señora Cospedal) de lo que significa la sentencia.

Una sentencia así, en cualquier democracia saludable (si es que queda alguna), que establece la corrupción del partido del Gobierno e involucra al presidente del partido y del Gobierno, hubiera tenido, como primera consecuencia, una declaración pública de explicaciones, y, a continuación, una dimisión inmediata. Una dimisión inmediata y convocatoria de elecciones, pues las elecciones sirven esencialmente para saber en quién deposita la ciudadanía su confianza. Sin embargo, el señor Rajoy, en un acto reflejo, se enrocó. Lo que ha aprovechado un oportunista como Pedro Sánchez para ser presidente.

La legitimidad del señor Sánchez para ser presidente es indudable, pues ha tenido la mayoría de la Cámara, pero eso no es lo mismo que tener la confianza de una mayoría de los ciudadanos. El señor Sánchez no ha sido investido presidente del Gobierno porque haya concitado el apoyo de una mayoría, sino porque, en el sistema de moción de censura (lo de constructiva habría que verlo) el presidente Rajoy ha concitado más oposición. Estar en contra de algo solo implica apoyar lo contrario si no hay nada más que una alternativa. Es evidente que el señor Sánchez presentó su moción con un claro cálculo electoral: gana la visibilidad que no tiene por no ser líder de la oposición (y que le estaba arrebatando el señor Rivera) y tiene la posibilidad de llevar iniciativas que refuercen su discurso, al tiempo que refuerza el apoyo dentro de su propio partido, pues nada une más que el poder. Más aún, en caso de que perdiera las próximas elecciones, la posibilidad de tener mejor resultado que en las anteriores y no verse superado por Podemos le garantiza la continuidad en la Secretaría General del PSOE. El señor Sánchez tiene ahora oportunidades personales que hace un mes las encuestas no le daban. Por eso es presidente del Gobierno.

Pero es un presidente que no fue el más votado en las urnas. Un presidente que tuvo el 22,6% de los votos y que cuenta con solo 85 diputados. Por eso, en cualquier democracia decente (si es que queda alguna), el presidente Sánchez se sometería al veredicto de las elecciones de tal forma que la ciudadanía pueda darle su confianza. Necesitamos, pues, elecciones cuanto antes. Llegar a ser una democracia decente lo reclama, por favor.

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola Andalucía