Todo el mundo y la munda creen lo que quieren creer. Me aburre el proselitismo, el discurso anticipatorio, donde ya sabes lo que va a pasar: nada. ¿Para qué tanto teatro? Conduces tus argumentos por el escurridizo barranco de tus «creencias», y me vendes tus pajas mentales, privadas, como razones de peso. La facha, el comunista, aquella y la otra, acuden a sus respectivos colegios electorales con la idea fija, todo muy clarito, revancha y odio, militancia, discurso, intolerancia congénita a la claridad de los hechos, a la propia, innegable verdad. Observamos así al prohibicionista general declarando en contra de la eutanasia o el aborto (un hombre, ¡ja!), vendiéndonos canciones antiquísimas, «creencias» torpemente esgrimidas, muy similares en esencia a los del facha pobre difamador de «maricones», extranjeros, monotemático en estribillos cuya ridiculez chirría porque absolutamente nadie, desde la objetividad de los hechos y la información verdadera, compartiría ni por asomo. Pero ahí siguen, dando la vara hasta la jornada de reflexión, sintiéndose capaces de movilizar al electorado cabreado, deliberativo, como si nadie tuviese memoria y ya nada contase. «Yo he votado a tal para castigar a cual». Y una mierda. Tú ya tenías la papeleta bien lista, caliente desde que se coló en tu buzón, porque te tomas las elecciones de la misma forma que un partido de futbol o una reunión de vecinos. Se requiere cierta clase de inteligencia para cambiar tu actitud, tu trabajo, tu voto, y como eres imbécil, pues te agarras al discurso barato y niegas la evidencia para, una vez más, llevar la razón, la cual no te crees ni tú porque, precisamente, en eso consisten las creencias: en negarse a uno mismo la voluntad y asumir la doctrina, la ley del clan. Hala, vete corriendo al colegio y mete la papeleta, libre como un robot, y luego me cuentas por qué a este y no al otro, y yo me lo creo.

* Escritor