En Letras Libres leí hace un año un artículo en el que, a propósito del conocido tango de Gardel, se comentaban las reuniones de antiguos compañeros de clase y su relación con lo que se decía en el tango acerca de que hay quien siente miedo del pasado que vuelve a enfrentarse con su vida. No sé si debido a mi relación profesional con el pasado no siento ese miedo, tampoco nostalgia de otras etapas de mi vida, y procuro construir mi presente sobre la base de todo lo positivo a lo largo de los años. No comparto la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero sí es cierto que a medida que cumples años la perspectiva del futuro se cierra, no desaparece, pero se hace cada vez más pequeña, mientras que siempre está abierta la mirada hacia el pasado, el individual o el colectivo, de modo que ambos se engrandecen.

El pasado junio recordé aquí que hace cincuenta años ponía fin a mis estudios de Bachillerato, ahora, llegado octubre, se cumple ese mismo periodo del inicio del curso llamado entonces Preuniversitario, que por cierto fue el último que se impartió en el Instituto de Cabra, pues al año siguiente ya se establecía el COU. No todos los que iniciamos aquel curso llegamos hasta el final; una buena parte nos conocíamos ya desde los inicios del Bachillerato, otros llegaron un poco después, e incluso hubo quien se incorporó ese año, después de realizar los estudios anteriores en otro lugar. El Instituto de Cabra todavía tenía internado entonces, y algunos de los compañeros estaban en el mismo, así como dos compañeras que en idéntico régimen vivían en el colegio de las Escolapias. Todos obtendríamos unos años después una titulación universitaria. Varios, como yo, acabaríamos como profesores en un instituto, e incluso con una compañera, y más tarde con un compañero, llegué a coincidir en un Claustro de profesores. Con varios de ellos llegué a compartir los siete años de enseñanza media (así llamaba entonces) e incluso con algunos de ellos más, pues estábamos juntos desde el colegio de primaria, y si no era así, está el caso de un amigo con el que mantenía relación más o menos desde los tres años, pues nuestros padres eran vecinos.

Conservo dos fotografías de aquel grupo, una más oficial, la que nos hacíamos para venderla y obtener dinero para el viaje de estudios. En ella estamos junto al director, la profesora de Francés (de cuyo conocimiento y cultura no supimos aprovecharnos) y el profesor de Latín; está hecha en uno de los patios interiores del Instituto. La otra es en una terraza del mismo, cerca de la que era nuestra aula de las asignaturas comunes (la llamábamos ‘el palomar’), y en este caso solo está el profesor de Historia, aquel que el primer día de clase nos dijo que sobre todo le importaba que aprendiéramos a pensar, algo que nunca pude olvidar, hasta que más tarde supe que aquello era lo que decía Machado, aprendido en la Institución Libre de Enseñanza, y que a su vez se trataba de un principio enunciado por Kant. La diferencia entre las dos fotografías, al margen del lugar, reside en que en la segunda todos tenemos una sonrisa en los labios, se nota que estamos contentos, mientras que en la otra hay algunas expresiones muy serias, de circunstancias. Repaso aquellas caras, una por una, de la mayoría conozco cuál es su situación actual, de otros la ignoro. Por desgracia hay tres que han fallecido, uno de los cuales era uno de mis grandes amigos de la adolescencia, un gran lector, que nos enseñó literatura desconocida para nosotros, también cine y música, como recordó otro compañero y amigo con motivo de su muerte, y por encima de todo fue una de las mentes matemáticas más brillantes que he conocido en mi vida. Hace ocho años no fui capaz de escribir nada sobre él, por eso ahora lo destaco en este ejercicio de memoria.