Entre mis aficiones musicales, no es uno muy dado al Heavy o a otras expresiones del rock extremo. Claro está, tampoco se puede ser indiferente a esa parafernalia suya tan cargada de histrionismo, que va desde un guitarrista en uniforme escolar -pantalones cortos incluidos- hasta unos tipos que se pintan la cara de cine mudo y que gastan más toallitas desmaquilladoras que una folclórica. Todo sea a mayor gloria de la provocación.

Sin embargo, la provocación puede errar el tiro por la culata, o desvirtuar por pretencioso el origen de su significado. ‘El Noi del Sucre’ es un grupo anarcopunk con escenografía del Joker y planteamientos rayanos a los del rapero encarcelado. Originarios de Utrera y con un charneguismo malo propio de una de las vías del colesterol, resultan interesantes las motivaciones de su denominación. ‘El noi del Sucre’ (el niño del azúcar) era el alias que merecidamente se ganó Salvador Seguí, un anarquista catalán con una querencia desmesurada a hacerle el besamanos a las confiterías. Seguí gastaba cuellos almidonados, corbata y cierto dandismo, prueba evidente de que no se defiende con mayor ahínco a la clase obrera vistiéndose de buhonero. El Noi del Sucre representaba, junto a Ángel Pestaña, al ala moderada de la CNT. Es cierto que, bajo esas formas moderadas, ambos en un principio justificaban la violencia, enganchándose a regañadientes en esa máxima a la UGT en la huelga revolucionaria de 1917. Pero las pírricas consecuencias de esa movilización lo cambiaron todo: UGT derivando definitivamente hacia el pragmatismo, y el tándem Seguí-Pestaña como el último contrafuerte de sensatez en la espiral del ojo por ojo con la patronal y el somatén, su ejecutora mano de obra.

Derivas muy distintas las de ambos líderes cenetistas: Seguí fue abatido por el pistolerismo de sindicatos amarillos, posiblemente tras la mano larga del gobernador Martínez Anido. Pestaña murió enfermo en la Guerra civil, con la excéntrica referencia curricular de haberse entrevistado con Einstein en la visita que hizo el físico alemán a España en el año 23.

No es nueva, pues, esta relativización de la violencia. Tomada, no por supuesto como una banalización de sus consecuencias, sino como episodios crónicos de nuestra convulsa Historia que en Barcelona encontraron una acentuación especial. Piénsese en la Semana Trágica, en las revueltas contrarias hacia las levas africanas tras el desastre de Annual; o en la matrioska fratricida de una guerra dentro de otra guerra, cual fue el combate entre el PSUC y el POUM. Al final surge la vociferada proclama de un orden mayúsculo, justo el que empiezan a demandar los empresarios catalanes, con la impotente sensación de que, una vez más, todo se ha ido de las manos.

Hay mucho de masoquismo galopante en las hordas que están pulverizando la imagen de Barcelona. Parecen querer acogotar los estragos que está haciendo la pandemia para rematar definitivamente las ansias de muchos empresarios de querer remontar el vuelo. La política catalana hace tiempo que entró en una de esas variables de las espirales revolucionarias, con el nexo común de que no sean los derechos fundamentales los que iluminen la solución, sino el propio hartazgo. Y es el propio electorado catalán el que está incurriendo en la ira de sus contradicciones.

En aquellos años veinte del pistolerismo, fue Einstein quien se entrevistó con Pestaña. Hoy no está entre nosotros el impulsor de la física cuántica, pero vuelve a verificarse su cuarto axioma, aquel que predecía infinita la estupidez humana.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor