Nadie debería dudar de que, al margen del hundimiento de empresas y la destrucción de empleo, del todavía difícil de calibrar desastre económico, del colapso de los hospitales, la mala gestión, los errores de bulto, la impunidad de quienes deberían haberse hecho responsables del horror que llevamos pasado y encima viven endiosados, la infamia política, la ausencia de sentido común y de instinto de supervivencia, la insolidaridad y la indisciplina de tantos que al no cumplir las normas sanitarias se convierten en víctimas y verdugos a la vez, la debacle generalizada, la falta de perspectivas, el caos vacunatorio -que ofende a la inteligencia-, y, en particular, las lacerantes pérdidas humanas, las personas más afectadas por la crisis del covid 19 son nuestros mayores; y lo son no solo porque nutran en un porcentaje elevadísimo esas cifras de muertos que no paran de aumentar, muy por encima sin duda de las estadísticas oficiales como enseguida explicaré, sino por haber visto en muchos casos hundidas sus vidas en la más cruel de las desesperanzas. Nos hemos acostumbrado de tal manera al recuento de fallecidos, a esperar cada día la lista de bajas como quien aguarda un parte de guerra y da por descontado que debe haber víctimas ufanándose de no ser él o ella uno de los caídos, que hemos llegado a perder el norte y ni nos inmutamos si el recuento no alcanza valores estratosféricos, convencidos en el fondo de que eso sólo les ocurre a los otros. Y, sin embargo, no es así. Hace falta tener ancianos en la familia para percibir en su plena dimensión el drama que la dichosa pandemia, o la gestión que estamos haciendo de la misma, ha añadido a sus vidas, y cómo cientos de ellos mueren a diario no necesariamente de covid, sino como consecuencia de él; y lo peor de todo es que ni aparecen, ni tampoco aparecerán, en los recuentos oficiales, perdidos en un limbo de incomprensión y abandono difícil de justificar en cualquiera de las circunstancias.

La mala asistencia sanitaria -peor aún, si cabe, en el medio rural, donde muchos sanitarios se dejan la piel a tiras por desempeñar su labor con solvencia y empatía, pero otros muchos deberían ser directamente expulsados de la profesión-; la soledad aplastante; la imposibilidad de mantener una actividad física adecuada; los días iguales, que les llevan a perder con frecuencia la noción de espacio y de tiempo; el no recibir visitas ni mantener contacto regular y de piel con sus seres queridos; el pasarse semanas sin ver casi la luz del sol; la incapacidad para comprender en su plena dimensión el alcance de lo que estamos viviendo, o la sensación inevitable de que no hay salida, los hunde poco a poco en el abismo, les roba el apetito y las ganas de vivir, los convierte en víctimas de sí mismos y de sus múltiples patologías, les sustrae la ilusión, y termina por provocarles un colapso mental y fisiológico que acarrea en muchas más ocasiones de las deseables su acabamiento a solas, sin derecho siquiera a ser velados, honrados y despedidos como merecen. Como generación no merecían tal final. Fueron ellos los que, partiendo de un país arrasado, sentaron las bases del futuro que hoy disfrutamos; y lo hicieron trabajando de sol a sol, malcomiendo y malvistiendo, sin más expectativas que sobrevivir y alumbrar un mundo mejor para sus hijos y nietos. Y lo consiguieron, a base de garra. Les tocaba, pues, pasar los últimos años de su existencia disfrutando de los réditos, honrados y queridos por todos como el referente que son, lo mejor que tenemos, ejemplo y modelo a los que antes o después habremos de volver cuando no quede más remedio que apretarnos el cinturón, meter los riñones y fajarnos en recuperar nuestras vidas. Una generación, en síntesis, que merece cuantos homenajes se les pueda ofrecer, y que debería contar con estatuas y memoriales por cada rincón de España.

En los últimos meses han recibido reconocimientos algunos de los colectivos que más protagonismo han tomado en la lucha contra la pandemia, pero hasta ahora, que me conste, nadie se ha acordado de nuestros mayores; y los estamos perdiendo a miles. Somos una sociedad enferma, que ha invertido sus valores y concede más trascendencia emocional a la muerte del perro que la del abuelo o la abuela; un terrible error que acabaremos pagando, porque aquellos que no honran a sus ancestros pierden sin remedio su anclaje en el mundo. Son los Manes romanos, una colectividad de espíritus benévolos con carácter prácticamente divino a la que es preciso mostrar pietas porque representan la gens, la sabiduría, la tradición, las raíces; y lo que somos se lo debemos a ellos. Siento vergüenza ante la pasividad con la que se está encarando el problema desde que empezó la debacle. Por eso, quede constancia al menos de mi homenaje a todas esas personas que sufren en mayor o menor soledad los efectos de esta locura, y también a quienes dedican sus vidas a cuidarlos, como las joyas valiosas e irrepetibles que son.