Ya hace meses que empezó el curso lectivo y se abrió el telón de la comedia que tiene como argumento la educación nacional. El adorno partidista de los programas electorales. El sacapechos de todos, y cada uno, de los gobiernos españoles, tanto del PP como del PSOE. La carta con la que nos jugamos el futuro como país desarrollado y altamente competitivo. La sempiterna reivindicación de cualquier político con aspiraciones de gobierno. En fin, un año más se desarrolla el curso académico sin Pacto de Estado por la Educación. ¡La gran asignatura «muy» pendiente de la democracia española! Y argumento muy a tener en cuenta a la hora de valorar lo que ocurre con los nacionalismos donde la educación juega un papel importantísimo, determinante a la hora de legislar, valerosamente, para hacer de la enseñanza doctrina instruida que busque la unión ciudadana en torno a una España que, verdaderamente, sea indivisible.

Que los españoles no se preocupen: jamás habrá un pacto que perdure en materia educativa porque, con el pacto y la materia, solo convive la más interesada, retrógrada y enfermiza ideología partidista.

La ley Villar de 1970 implantó la educación general básica. Pasado no mucho tiempo, se supo que nunca hubo una educación común a todos los individuos que constituyen un todo, sino dos caminos muy separados: los colegios privados y las escuelas públicas; el colegio era el «del brillito» y la escuela la «de balde», donde asistían los «niños de la calle». Ahora existen los colegios privados, colegios concertados y colegios públicos, y, obviando los primeros, los segundos y terceros jamás lograrán ponerse de acuerdo porque los concertados, dentro de su heterogeneidad, son máquinas reivindicativas, infatigables, en su derecho de elección, de distinción, de separación y de reclamación de recursos públicos con intención de introducir particularidades educativas más afectas a «lo privado» que a lo general o universal. Este mal endémico del sistema que se mantiene por la inercia natural del obligado cumplimiento, nunca se resolverá porque siempre faltará la más mínima dosis de voluntad política para afrontarlo con realismo, con autenticidad y veracidad.

Las siete leyes educativas, en 39 años de democracia, no han sido capaces de establecer unos principios pactados que, a largo plazo, sean fundamento del sistema educativo que, sin someterse a la lacra de la derogación, construyan un acuerdo, al que todos dicen aspirar, que marque el ritmo «nacional» de la educación de los españoles.

No se puede concebir, ni comprender, que siga vigente un sistema que no incentive el esfuerzo personal del alumno; antes al contrario, lo libera de la más mínima responsabilidad al permitirle pasar de curso sin haber aprobado todas las asignaturas del anterior. Esto revela, por sí mismo, la actual concepción escolar y educativa: más como un lugar de «pasar el tiempo obligatoriamente» que de instrucción y conocimiento como pilares maestros en el desarrollo vital del alumnado. Por eso en Alemania los colegios --sobre todo los públicos-- sorprenden por su eficiencia y organización educativa al entender muy bien para qué, cómo y por qué está el alumno en sus aulas. Y en Finlandia, multiplíquese por dos...

Posiblemente, para no caer en demagogias contaminantes haya que contestar, con amplitud de miras y sin cortoplacismos políticos, a las siguientes interrogantes: ¿Enseñanza privada concertada o totalmente pública? ¿En España es la enseñanza un derecho o un negocio? ¿Modelo educativo y, a través de él, modelo de sociedad? ¿En el actual sistema educativo qué es lo que separa y qué es lo que jamás unirá? ¿Quién educará a los futuros maestros y profesores, dónde, cómo y con qué plan de estudios? ¿Por qué hay que aceptar en la docencia la sobrecarga como un mal necesario, un hábito o una costumbre?

Parafraseando a Ortega y Gasset, tendríamos que decir referente a la educación española que «no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa».

* Gerente de empresa