El autor de la masacre de Texas (seguida de otra con motivos mucho menos explícitos en Ohio) ha reconocido que su intención era matar a tantas personas de origen latino como fuese posible. En un manifiesto presuntamente difundido por él, se limitó a establecer una distinción entre sus objetivos y el discurso del presidente de EEUU, Donald Trump. Si la política no basta para detener «el reemplazo cultural y étnico producto de la invasión» que denuncia día tras día Trump, argumentaba, era necesario pasar a la violencia abierta y extrema. Dirigida contra una comunidad señalada, amenazada y estigmatizada desde el despacho Oval y desde las tribunas en las que su ocupante sonríe complacido cuando sus seguidores proclaman su odio contra los migrantes, o cualquier norteamericano que no sea blanco. No es casual que justo esta semana el único congresista republicano afroamericano haya decidido dejar la política. Casos como el de Texas trascienden el esquema del tirador demente y asocial, y el debate que deben generar van más allá incluso de la tenencia libre de armas que está detrás de unas cifras de muertes violentas dignas de una zona de conflicto. Se trata de terrorismo xenófobo. La situación es tan inquietante que por primera vez más de un candidato demócrata está llamando a las cosas por su nombre, y atreviéndose incluso a señalar al máximo responsable de alentar tanto odio.