El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, visitó el miércoles con polémica Dayton y El Paso, escenario de los dos tiroteos mortales del pasado fin de semana. Como buen republicano, en situaciones como esta Trump rehúsa afrontar la raíz del problema (la posesión de armas en EEUU) y atribuye las matanzas a otras causas, desde los videojuegos a internet, pasando por los medios de comunicación y la enfermedad mental, estigmatizando así a las personas que las sufren. Cualquier cosa menos admitir que un país en el que se puede adquirir un AK47 con facilidad no es un país seguro. La visita a El Paso estuvo rodeada de controversia, ya que las víctimas de las matanzas fueron latinos y el autor, un supremacista blanco que difundía en redes soflamas contra los emigrantes hispanos muy similares a los del propio Trump. Este ha intentado criticar este discurso de odio, pero lo cierto es que desde la Casa Blanca él se ha convertido en uno de sus principales promotores. Con la heterodoxia de Trump, con su verborrea en Twitter y la acumulación de declaraciones altisonantes, se corre el riesgo de minimizar el efecto de sus actos y sus palabras. Pero legitimar desde las instituciones los discursos de odio y racistas, proporcionar a los supremacistas argumentos y utilizarlos con fines partidistas nunca sale gratis a una sociedad. Tampoco a la estadounidense, en la que la cuestión racial es una cuestión capital.