El mundo de la insidia y la mentira, que cambia el pie del mundo haciéndonos más desiguales y desinformados, preocupa de manera muy especial al periodista desde hace tiempo y, al parecer, muy recientemente a la mayoría de nuestros editores de periódicos. La jornada de periodismo rotulada Censura, autocensura y la mentira de la posverdad, organizada en Madrid hace unos días por la Asociación de Periodistas Europeos (APE) con el patrocinio de Coca-Cola, entró de lleno en el nido de serpientes que atemoriza a Occidente.

Y el periodista en el panel de ponentes relata que existen empresas, como Cambridge Analytica, que elabora perfiles psicológicos de todos nosotros que le ayudarán luego a vendernos sin remisión tanto un coche como la orientación de un voto; porque esa empresa maneja datos de centenares de millones de personas (unos 2.500 de media sobre cada una), y conoce con más certeza que nosotros aquello que queremos. Que hay divisiones gubernamentales, y muchas más encubiertas, dedicadas expresamente a hacer que corra y se múltiple la mentira, de la misma forma que fluye el aire, hasta lograr cambiar el relato de cualquier historia.

Esta certeza lleva a decir a algunos (con el asentimiento de la mayoría) que las redes sociales se comen al periodismo, su contraparte más digna. Porque la influencia de los grandes medios de comunicación tradicionales (ponga aquí el nombre de la televisión o el periódico más rutilantes que le venga a la cabeza y acertará) se desvanece; porque solo en España más del 60% de las rotativas están paradas y la facturación de las empresas que venden periódicos ha caído hasta un 70% desde 2010 hasta aquí.

Y así el periodista, consciente de lo que viene ocurriendo, llega a preguntarse en público: ¿a quién le importa la verdad? Y recuerda que Nixon tuvo que dimitir por mentir y Clinton estuvo a punto de hacerlo por la misma causa, en tanto que el presidente de Norteamérica más mentiroso de su historia se pavonea en la Casa Blanca, precisamente, por ser el gran mentiroso.

Estas líneas, no obstante, parecen más ráfagas alocadas de una distopia que crónica muy personal de un acontecimiento. Porque hay que decir, a continuación, que este mismo periodista apesadumbrado también cree que el mal tiempo presente pasará, porque el periodismo, o sea, la urgente curiosidad por buscar la verdad en cada momento, terminará por salir a flote, porque el hombre libre no puede permanecer por siempre ciego ante la realidad.

Caso aparte es el paso por esta travesía en ascuas de gran parte de los editores de prensa. Si hemos de hacer caso a su comportamiento durante, digamos, los últimos 15 años, tendremos que convenir que se han enterado de la revolución tecnológica y la primacía absoluta de lo digital cuando internet, con su redes sociales y productos periodísticos nacidos al calor de su entramado, están a punto de enterrarlos. La AEDE se cosca hace un cuarto de hora de que debe de convertirse en un lobby que opere en Bruselas, y hasta han logrado asumir el gasto de viajar hace unas semanas a Palo Alto para ver qué ocurre allí.

Sí, da la impresión de que a estos hombres el offset ya les vino grande, que Microsoft se escapó de sus entendederas y que la eclosión de las redes sociales puede tumbarlos definitivamente.

Ahora los periodistas más conscientes y batalladores de aquí y más allá del charco les piden que se decidan a combatir con los medios que les quedan la mentira que penetra tantas páginas de periódico y cabeceras de noticiarios audiovisuales. Pero la mayoría están tan aturdidos como el ciudadano común, no distinguen el grano de la paja y mucho menos trabajan para descubrir la ganga que se nos vende como oro informativo.

* Periodista