Los datos de la economía española de los dos últimos años no son malos. Seguimos creciendo por encima del 2% (2,4% para ser exactos en el último dato intertrimestral), se crean puestos de trabajo a razón de casi medio millón al año (en términos equivalentes, es decir, como si todos los contratos fueran por tiempo indefinido y 37 horas/semana), los precios están en el entorno del cero (por debajo del 2%) y la balanza de pagos por cuenta corriente y capital está en equilibrio (los ingresos son prácticamente iguales a los pagos).

Unas cifras para felicitarse si no fuera porque tienen sus sombras en cinco grandes debilidades de la economía española: la primera, y es una enfermedad crónica de nuestra economía, es una tasa de paro del 14,7%, casi el doble que la media de la Unión Europea y más de cuatro veces la de Alemania, y fuente de nuestras desigualdades de renta y entre territorios; en segundo lugar, seguimos siendo uno de los países más endeudados del mundo desarrollado, con una deuda global de más del 360% del PIB, de los cuales 260 puntos son de deuda privada (empresas y familias) y 100 puntos de deuda pública; en tercer lugar, tenemos una presión fiscal cercana al 40%, con un sistema fiscal poco progresivo, y un gasto público por encima del 40% con muchas ineficiencias; en cuarto lugar, tenemos una economía sectorialmente desequilibrada, pues el peso de la construcción y del turismo son excesivos, y son muy débiles los sectores y las empresas de tecnología y servicios avanzados; y, finalmente, fruto del crecimiento del empleo en el sector público y en sectores no industriales, la productividad media española, que había crecido en los últimos años, está disminuyendo en 0,4%, mientras crecen los costes laborales unitarios un 2,1% interanual.

Además, estas cifras se producen en un contexto de políticas instrumentales muy favorable, pues tenemos una política fiscal expansiva (un déficit público del 3% es expansivo, máxime cuando no hemos logrado contener el déficit estructural) y una política monetaria de tipos de interés en el entorno del cero, pues el bono a diez años tiene una rentabilidad por debajo del 1% y los tipos de interés interbancarios son negativos, algo nunca visto. Y en medio de dos olas de tendencia que hay que tener siempre en cuenta: el declive demográfico y los retos medioambientales.

Este es el panorama económico al que tiene que hacer frente el próximo gobierno del señor Sánchez. Un panorama que no es fácil de gestionar, pues la debilidad de su apoyo parlamentario, unida a la atrasada visión de la economía de sus socios preferentes (salvo cambio de opinión de Ciudadanos) y a sus urgencias políticas hacen muy improbable una sólida política económica que afronte de verdad los retos que tenemos planteados. Una sólida política económica que habría que articular en distintos ejes y al mismo tiempo: para abordar el problema del paro y del declive demográfico y, consecuentemente, los problemas de desigualdad, de productividad y de sostenibilidad de las pensiones es necesaria una profunda reforma del mercado laboral en un tono mucho más liberal y, al mismo tiempo, social, del que el PSOE y Podemos están dispuestos a pensar (pues piensan en categorías laborales decimonónicas); para ir desinflando la burbuja de deuda pública, enfocar el tema medioambiental y garantizar un sistema público de pensiones es necesaria una reforma fiscal en profundidad, como es necesaria una reestructuración de nuestro sector público para cerrar las brechas de desigualdad, dos reformas que no hay partido en España que esté dispuesto a abordar; para cambiar la dinámica sectorial es necesaria una reforma educativa que necesita de un consenso imposible...

La economía española, pues, anda bien. Pero está andando con problemas de fondo para los que se necesita un gobierno. La mala noticia es que el Gobierno que se vislumbra no parece el más adecuado para abordarlos. Máxime si toda la economía que sabe es la que cabe en una pésima tesis doctoral.

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola Andalucía