Faye Dunaway siempre ha tenido fama de actriz temperamental, un malditismo que entre asperezas y divismos le granjeó una mala fama entre la profesión. Ello le ha llevado incluso a ser despedida de una filmación por crear un ambiente peligroso en el plató. Mas la manoseada justicia poética revoloteó en la ceremonia de los Óscar de 2017 cuando Warren Beatty, cuco entre los cucos, le endosó el tarjetón cambiado que hizo a La la land por unos segundos la mejor película del año, visualizando uno de las mayores pifias de la historia de estos premios.

Pero, acritudes aparte, la señora Dunaway encasilló el canon femenino de un Hollywood borbollante, el de finales de los sesenta y bien entrados los setenta, un tiempo de psicoanálisis en la Meca del Cine que se despojaba del cliché de la edad dorada para filmar terremotos y mafiosos, y contener el hastío de Vietnam entre escotazos. Cayó por fin el óscar en el 76 por Network, al interpretar a una productora televisiva sin escrúpulos. Cayó uno en la cuenta sobre los parecidos razonables de la protagonista de Chinatown con Cayetana Álvarez de Toledo. Aunque a la diputada youtuber le quedaría grande la boina gansteril de Bonnie, pero empuñaría bien una metralleta Pilen con su acento porteño. En el 76 llegaría a la presidencia estadounidense un magnate de los cacahuetes, la catarsis frente al despiporre del Watergate. Porque, en esos años, los niños con posibles no querían ser chef o epidemiólogos, sino periodistas del Washington Post, el ariete del cuarto poder para derribar la podredumbre de la Administración Nixon.

Cayetana ya no tiene cancha en los platós peperos, el divismo de ser una rara avis que puede nuevamente afilar su arrogancia con todo lo que se le viene encima al partido gaviotero. Porque estamos ante un Watergate a la española, que parece guionizado por los mismos que pusieron a apatrullar a los Hombres de Paco. Un despropósito por tiempos, cual se secuenciaba en la mili el saludo con el cetme. Episodios del interminable caso Bárcenas que tuvieron un momento álgido en la Mujer con bolso azul, ese trasunto de obra de Chejov donde el complemento de Soraya ocupó el escaño vacío del presidente, no evitando el horror vacui provocado por la moción de censura. Los bolsos como hilo conductor de la cutrez, descubierto el pudor del chofer felón, que le daba pudor buscar el móvil en el interior del bolso de la señora de Bárcenas, porque el contenido de un bolso femenino es un asunto sacrosanto. Kitchen comienza a indiciar los movimientos del Gobierno de Rajoy para aliviar al Ejecutivo de unos sudores fríos, la maquinaria del Estado puesta al servicio de que no te pillen con el carrito de los helados. Quisiera convertirse este sumario en un correturnos para endosar la celtibérica condición de chivo expiatorio.

Y si el PP ha emprendido --correctamente-- la vía de la constricción es que ha empezado a percatarse de que se está cociendo algo gordo, una segunda ola de un disparate político que lo llevó inesperadamente a la oposición. Sería paradójico que Rajoy cayera finalmente en su propia red de parsimonia. Frente al y tú más que esgrimirían ante las turbiedades de Podemos, Casado debe poner rumbo hacia una verdadera prelación de la responsabilidad, exorcizando este Watergate chiquito. Tiene que partirse la camisa como los tiempos de Dunaway. Y, si se tercia, como Camarón.