El próximo lunes, en Bodegas Campos, su fundación celebrará un acto íntimo, para familiares y amigos --que son muchos--, en el que se rendirá homenaje a Francisco Campos, quien ha sido, y en cierta forma sigue siendo en la distancia, alma de este establecimiento que cumple en 2018 sus primeros 110 años de entrega a la tradición renovada a través del vino, la buena mesa y la cordialidad. Ese día se presentará el que han llamado Cuadernillo de los Campos, un primoroso librito que concentra como un perfume caro los hermosos textos que Pablo García Baena, íntimo de la casa, dedicó a esta familia de origen soriano afincada en Córdoba a primeros del siglo XX. A ella y a su afán por trasladar al negocio de la hostelería la quintaesencia de Córdoba y hacerlo envolviendo el paquete en papel de regalo cultural. La publicación ha sido editada por el poeta malagueño Rafael Inglada, que por cierto prepara las obras completas de García Baena para el 2021. En esa fecha el cofundador de Cántico hubiera cumplido el siglo --aunque, coqueto, nunca corrigió a los biógrafos que le quitaban dos años--; un cumpleaños que oficialmente se anticipó por empeño atrevido de Carmen Calvo cuando el escritor iba por los ochenta y tantos, y que a punto estuvo de celebrar en tiempo real si la muerte no se lo hubiera llevado el pasado enero con 96 años.

De haberse aferrado a la vida unos meses más, sin duda Pablo habría desafiado achaques y fríos de noviembre para asistir al tributo que se dedicará a Paco Campos, con quien tanto le unía desde jóvenes. El benjamín de los nueve hijos traídos al mundo por el fundador de aquel humilde despacho de vinos que fue prosperando en la calle Lineros recibirá a sus 84 años la primera Veleta de Plata, símbolo de la Fundación Bodegas Campos que, tras esta primera edición de honor, se entregará anualmente a personas o entidades que destaquen por su amor a Córdoba y la custodia de sus costumbres. En ese sentido, no podían haber escogido a nadie mejor que este hombre tímido pero perseverante en intenciones y afectos que aún hoy, casi cincuenta años después de haberse instalado en Málaga, sigue siendo una especie de duende protector de la firma hostelera. Y es que aunque este gentleman cordobés, de maneras dulces y modestia enfermiza, suele decir de sí mismo que es «un tipo esaborío con la suerte de haber querido a mucha gente», lo cierto es que a su sensibilidad se debe el poso artístico que atesoran los salones y patios de Bodegas Campos. Y a su calidez de trato --siempre consideró a los clientes amigos y como tales los obsequiaba-- la larguísima lista de nombres importantes, desde flamencos de postín a reinas, duquesas y mandatarios, que encontraron entre barriles y carteles antiguos de ferias y toros un rincón acogedor para entregarse a la fiesta.

Vino y simpatía fue una fórmula infalible que, a la hora de despedirse de su ciudad en busca de horizontes menos asfixiantes --sin llegar a romper amarras--, este tabernero sofisticado trasladó exitosamente a El Pimpi, el restaurante que montó con idéntica filosofía y estética en el centro de la capital malagueña. También en ese local, ayudado como en Córdoba por el artista Tomás Egea, el empresario avispado supo crear una atmósfera acogedora basada en el rescate de lo popular sin renunciar a innovaciones. Y todo ello completado con ese plus de charlas, recitales poéticos o cante jondo que lo mismo atrae al cliente de la tierra que al turista. En suma, una forma de hacer hostelería con alma que tantas alegrías ha dado a Paco Campos. Casi tantas como las que ha repartido él.