La «muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene», escribía Jorge Luis Borges. Señala esta esquina del calendario que estamos en el pórtico del Día de los Difuntos. Ausentes, más presentes que nunca. En general vivimos de espaldas a la muerte como una sociedad débil y materialista que somos, ayuna de esperanzas más trascendentes y fundamentos más espirituales. Pese a que todos los días contamos nuestros muertos, en ese parte diario y cruel que nos asiste, tratados como cifras estadísticas, como fríos datos representados con parábolas y curvas en gráficos de colores. Nos han hurtado esas imágenes de las grandes morgues donde se apilaban por decenas los ataúdes en el Campus de la Justicia de Madrid, o en la pista de hielo de Majadahonda. Ahora, se procura evitar que los niños asistan a entierros y funerales, no por la pandemia, sino vaya a ser que se traumaticen. Lo que antaño no ocurría y se vivía la muerte como parte y consecuencia natural de la vida. La evidencia de todo aquello nos hubiese venido bien, además, para ser más conscientes de la importancia de la tragedia que afrontamos y del reguero de víctimas que deja a su paso.

Este año, por favor, recordemos y celebremos sin bromas de ese Halloween extraño e inútil. No tenemos trucos ni tratos que oculten el dolor aumentado por las casi cincuenta y ocho mil víctimas de la pandemia según el INE desde marzo en nuestro país, al que se añade la ausencia de otros muchos que marcharon para siempre. No estamos para la perfomance de las máscaras ni la frivolidad de las calabazas. Este año, sobre todo, duelo y memoria por todos nuestros difuntos. Silencio y respeto. Basta de tanta palabrería inútil, de tanto mensaje enlatado, de tanto eslogan de campaña. Dejadnos, enterrar ya no, pero sí perpetuar y honrar a todos esos muertos que se marcharon solos, desvalidos y vulnerables desde el frente de la vida, en esta agónica hora de la historia, en esta guerra desigual contra un enemigo invisible. Dejadnos al menos recordar, solo mueren aquéllos que se olvidan. Dejadnos ennoblecer y despedir a quienes no pudimos acompañar en los tanatorios, en los funerales y cementerios. Este año, ya se ve, con citas previas en los camposantos, con sorteos y toda clase de estrategias para evitar aglomeraciones. Dicen los psicólogos que necesitamos expresar y liberar nuestras emociones, vivir nuestro duelo, individual y colectivo, pasado y presente.

Ya me gustaría a mí hablarles más de esos otros duelos y quebrantos de la gastronomía manchega o del Don Juan Tenorio teatral de las fechas. Pero junto a tantas otras cosas, este año no es posible en este erial de sentimientos desnudos y tristeza otoñal que nos invade. Que no ocultan los memes de las redes ni los chistosos de turno. Nos queda el recuerdo, la memoria, la oración y el duelo de un país tocado por esta hemorragia de su sociedad.

Un drama aún con las heridas abiertas y sin sutura, que hace de este Día de los Difuntos un hospital de campaña en el que muchos permanecen paralizados y muertos también, pero de miedo. Unos días para contemplar la levedad de nuestro ser y aprovechar el tiempo que se nos regala en algo que merezca la pena de verdad, en vivir de forma auténtica que no vegetar. Que no es poco ni lo mismo.

* Abogado y mediador