Hemos pasado de estar celebrando entre rebujitos y farolillos, el viernes de feria al luto oficial más largo de nuestra democracia, en memoria de las víctimas de la pandemia. Las banderas ondean a media asta en los edificios públicos y buques de la Armada, y se exhiben con una corbata o lazo negro. Es merecido y justo este reconocimiento a quienes han llevado la peor parte de esta crisis, a quienes marcharon para siempre, en la soledad cruel del aislamiento, y el acompañamiento y apoyo a sus familiares. Pero, más allá de que el luto oficial sea una muestra institucionalizada de respeto, que se decreta tras el fallecimiento de algún personaje relevante o por las víctimas de alguna tragedia, me pregunto sobre el sentido que esta declaración alcanza hoy en nuestra sociedad.

Todos estamos apesadumbrados por el dolor y la pérdida de tantas vidas en todos los rincones de nuestra geografía, aunque para algunos estos gestos simbólicos pasen más bien inadvertidos. E incluso suenen algo huecos, cuando son convocados por quienes tuvieron las responsabilidad de evitar, si no la tragedia, sí la magnitud de la misma. No podemos olvidar que somos el país del mundo con más fallecidos proporcionalmente a su población. Resulta evidente la mala gestión de la pandemia. Se hubiesen evitado muchas víctimas si los sanitarios y los servicios esenciales hubiesen dispuesto de los equipos de protección que no tuvieron cuando más falta hacían, lo que provocó que más de cincuenta mil sanitarios se hayan infectados. Se hubiesen evitado las muertes que ahora se honran si se hubiesen tenido más recursos y atención con las residencias y las personas mayores, que han sido las grandes perdedoras de esta situación. No había respiradores para nuestros ancianos, cuando los hemos estado vendiendo para otros países europeos. Se ha dicho a la población que no hacían falta mascarillas durante semanas para ocultar que una potencia mundial como somos no fuese capaz de producir algo tan básico, que sí han elaborado particulares y entidades en todos los rincones de la geografía nacional. Ni siquiera nos ponemos de acuerdo en contar cuántas son esas víctimas que nuestro duelo conmemora, como si detrás de cada una no hubiese una realidad determinada, una historia concreta, una familia con nombres y rostros, y solo fuesen estadísticas y números. Se ha fallado también en la prevención y la alerta. Escribía Sófocles que los mayores dolores son aquéllos que provocamos nosotros mismos.

Para que el duelo vaya más allá del luto, y no se quede en la bandera arriada, un lacito negro y un acto solemne con el Jefe del Estado, necesita del resarcimiento de las víctimas y sus familiares. Y esto se hace, primero, diciendo la verdad y no escondiendo datos ni responsabilidades que expliquen cómo hemos llegado a esta situación y quienes fallaron a sus cometidos profesionales. Y después, indemnizando económicamente las pérdidas y padecimientos sufridos a causa de esas negligencias en la prevención y en el tratamiento de la pandemia. La mayor cura para el dolor es la acción. Queremos memoria y reconocimiento para las víctimas y sus familas, pero también justicia. La merecemos y la necesitamos para recuperar la dignidad y la confianza. El duelo no te cambia, te revela.

*Abogado y mediador