Hay ciudades icono que, cuando se visitan por primera vez, le parece al viajero que ya ha estado allí. Si pisa el puente de Brooklyn, se da cuenta de que ya lo había recorrido en mil películas. Cuando llega a Londres y levanta la vista hacia el Big Ben, resulta que ya lo había rodeado en su niñez, volando con Peter Pan, y sus campanadas sonoras le habían sobrecogido en alguna película de espías, en alguna serie de televisión en la que alguien acelera sus pasos al intuir que lo están siguiendo. Si desembarca el turista en París, quizá las calles empedradas del entorno de un hotelito familiar --y su papel pintado en las paredes, ¡oh, cielos!-- las había recorrido ya en su infancia con Los aristogatos de Disney, y cuando se acerca al Campo de Marte ya sabe perfectamente cómo tiene que posar para que se vea al fondo --entera en sus 300 metros-- la torre Eiffel, pues son miles las fotografías que ha visto antes de llegar allí. El paseo por el Sena ya lo conoce, y se le llena el corazón de películas y relatos, de pintores callejeros y libros de viejo. Pocos lugares como París avanzan en su vanguardia y en su sociedad alterada por distintos dramas sociales al tiempo que conservan esa ciudad mítica que quizá sea la más famosa del mundo. Entra el visitante en Notre Dame y ya desde la escalinata lo intuye todo. Los cortejos de los poderosos, las alfombras que los recibieron, la gente rica y humilde rezando a Nuestra Señora de París, la música del órgano, las gárgolas de pesadilla, el jorobado al que dio vida Víctor Hugo en el enorme drama de la gitanilla Esmeralda... París y sus misterios, y un templo gótico sobre el que los siglos han añadido derrotas y mejoras, que ha cambiado su aspecto pero que, en el centro de la isla, ha ganado en capacidad simbólica. Quizá la imagen de París sea la enorme torre de hierro, pero el corazón de la capital gala es Notre Dame, un símbolo de Francia que es también un símbolo de la civilización occidental, que irradia toda la tradición y la manera de entender el mundo de Europa.

Cómo ha dolido el incendio de Notre Dame. A millones de personas probablemente nos ha sorprendido sentirlo tanto. Por las propias vivencias quizá, reales e imaginadas. Pero también por su carácter alegórico en un momento en el que Europa pierde identidad y cede, acosada por fantasmas que creía desterrados. El fuego de la catedral católica parisina deviene en la más clara advertencia, en el mensaje más depurado, de estas campañas electorales propias y ajenas que, como el fuego, también nos asustan, pues parecen querer arrasarlo todo.