En las últimas semanas, en las que todas hemos asistido indignadas al sainete en que se ha convertido la política de nuestro país, han sido muchas las actitudes que me han preocupado sobremanera. Además de la incapacidad manifiesta de nuestros representantes para hacer justamente aquello para lo que les pagamos, y del miedo que me ha provocado ver de nuevo cómo las banderas se convertían en trincheras, he comprobado, horrorizado, cómo en el debate público, e incluso en el supuestamente intelectual, abundaban las posiciones extremas, las murallas de verticalidad inexpugnable, los argumentos que sin dejar resquicio a la duda han terminado convertidos en dogmas. Incluso se ha llegado al extremo de abrazarse a la Constitución y al Estado de derecho no tanto como cauce para la canalización de la plural democracia sino como una especie de arma arrojadiza mediante la cual callar la boca al contrario. Y me ha sorprendido singularmente que esas actitudes hayan estado muy presentes en personas que se dedican a la docencia y a la investigación. Dos ocupaciones en las que pensé, iluso de mí, que no había espacio para las verdades absolutas.

Lo vivido en estos días turbulentos, que mucho me temo que todavía están lejos de la solución milagrosa que algunos desearían, entre otras cosas porque los conflictos en las sociedades pluralistas más que resolverlos hay que gestionarlos, nos ha puesto de manifiesto que, a diferencia de lo que pregonan algunos, estamos muy lejos de ser una sociedad democrática avanzada. En una democracia consolidada, y no estoy hablando simplemente del nivel institucional sino más bien de los valores y las actitudes que la ciudadanía hace suyos, la regla habitual debería ser el diálogo, las conversaciones en vez de los monólogos, el adverbio quizás como permanente matiz ante las afirmaciones, el signo de interrogación como puerta abierta a otras miradas. Sin embargo, lo que lamentablemente he visto, y mucho, en los últimos días, ha sido justamente lo contrario: de nuevo el frentismo, la confusión de la templanza con la tibieza, la ausencia de preguntas, la equidistancia entendida como rigidez argumentativa y no como «la igualdad de distancia entre dos puntos».

Ante tal cúmulo de disparates, he sentido la urgente necesidad de releer el Elogio de la duda de Victoria Camps o la Invitación al diálogo de Norberto Bobbio. Gracias a sus páginas he conseguido reafirmarme en lo que, por otra parte, siempre pensé que debería ser no solo el presupuesto ético del conocimiento sino también la virtud sin la cual la democracia acaba convertida en una farsa. No me cabe en la cabeza, y en esto sí que soy vehemente, que alguien que se dedica a la reflexión, a la búsqueda de respuestas, al análisis crítico de la realidad social y política, pueda esconderse bajo el escudo de verdades absolutas, de normas inflexibles, de fronteras que no permiten ser traspasadas por el ánimo siempre revoltoso que se le presupone al que no se conforma con las injusticias del presente. De ahí a la tolerancia como perverso ejercicio del pluralismo, y en fin, a la negación del otro, media solo un paso.

Cuando en estas semanas me han preguntado mi opinión sobre lo que estaba pasando, no he podido más que reconocer mis muchas dudas, mis inquietudes, la necesidad al fin de que en vez de ir cerrando espacios enfrentados abriéramos una oportunidad para el entendimiento. Por eso justamente he rechazado participar en movilizaciones promovidas por quien parecía tenerlo todo tan claro y en las que incluso se negaba la posibilidad de que la filosofía de la sospecha, que debería ser el foco iluminador de cualquier demócrata, abriera ni una sola grieta. Por eso una vez más he huido de las banderas, de las patrias e incluso de la Constitución entendida no como hogar de la ciudadanía sino, como algunos parecen defenderla, como una especie de roca contra la que chocan los barcos que vienen de afuera.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO