La política ha vivido días intensos: la confusión de un relato falsificado sobre la negociación entre partidos sobre el problema catalán, la desmesurada, y poco secundada, llamada a manifestarse para defender la unidad de España, más falsedades sobre la presunta aceptación de los famosos «21 puntos de Torra», el Presupuesto más social de la última década, tirado a la papelera por intereses partidistas; y como consecuencia, una convocatoria de elecciones.

La máquina de fake news y los insultos de grueso calibre han funcionado a tope. Se hubiera podido discutir razonadamente sobre la utilidad, la conveniencia o las funciones del «relator/coordinador» de las reuniones de los grupos políticos, pero nada justifica que eso sea lo «más grave que ha pasado en España desde el golpe de Estado de 1981». De repente, se olvidan las décadas de lucha contra el terrorismo, o los atentados del 11-M, los más graves ocurridos en territorio europeo, para acusar nada menos que de «alta traición» al presidente del Gobierno. Acusación muy grave, tipificada en el Código Penal, que debe sostenerse con los instrumentos jurídicos, como el artículo 102 de la Constitución, que permite actuar al señor Casado con los diputados que tiene en el Congreso.

Michael Faraday, el británico que estudió el electromagnetismo decía: «Un orador resta mucha dignidad a su carácter cuando sesga la información para que lo obsequien con aplausos y halagos».

Como en la física, en esta hora de la política los polos opuestos se atraen. Lo que subyace en el fondo de los planteamientos de la derecha, que llenan de griterío los escaños de las Cortes, es la intolerancia con el que no piensa igual. Parece que el problema no sea cómo gobiernan los socialistas, sino que gobiernen. Me viene demasiadas veces a la cabeza el poema de Machado, Campos de Castilla, donde decía que en España, «de diez cabezas, nueve embisten y una piensa», y a veces con dificultades para identificar a la que piensa.

En el otro polo resultan ya cansinas las patéticas invocaciones independentistas a que el Gobierno «sea valiente», «no le tenga miedo a la derecha» y se «atreva» a reconocer el «derecho de autodeterminación», exigiendo que se salte a la torera la Constitución para aprobar los Presupuestos. No pueden hablar en nombre del pueblo catalán, excluyendo de él a más de la mitad de los ciudadanos que no les votaron. Los nacionalismos de base identitaria apelan a la unidad sagrada del «pueblo», pero suelen acabar en la división y el enfrentamiento social.

Los secesionistas tratan de conseguir una mediación internacional que facilite una negociación en pie de igualdad entre el Gobierno y el de la Generalitat. Para ello denigran la calidad de nuestra democracia y nuestro sistema jurídico y presentan a España como un Estado represivo que viola sistemáticamente los derechos humanos. Pero, ciertamente, España no es Yemen, ni Bosnia, ni Kosovo, ni Eslovenia en sus peores momentos y, ni la Unión Europea ni ningún gobierno del mundo aceptan ese falso relato.

Los dos polos antagónicos acaban siendo aliados en la misma estrategia, unos por tacticismo y los otros por deslealtad. Ninguno con sentido de Estado y del interés general. En esta ecuación la variable «necesidades reales de la gente» no existen. Los Presupuestos suponían el mayor crecimiento del gasto público desde el 2010, intentando revertir los recortes sociales que causó la crisis, con el mayor gasto destinado a pensiones, dependencia, becas o lucha contra la violencia de género y la pobreza infantil. También incorporaban medidas para incentivar el crecimiento y el empleo. Se reforzaban políticas de vital importancia para impulsar la competitividad y el potencial de crecimiento de nuestra economía, como son la inversión en investigación, desarrollo e innovación, las infraestructuras o el capital humano.

Para Cataluña suponían una inversión de 2.251 millones, el 16,8% del total de las autonomías, una cifra que no llega a su participación en el PIB, pero que suponía un incremento del 18,5%. Es pertinente recordar aquí que los últimos presupuestos que tuvo Cataluña fueron los del 2016, aprobados precisamente con el apoyo de la CUP. Desde entonces, en Cataluña no ha habido ni presupuestos ni, por lo tanto, acción de gobierno.

Estas acusaciones de los dos polos son el lenguaje de dos nacionalismos reactivos, el nosotros y ellos, los catalanes y los españoles, los patriotas y los traidores, que buscan separarnos. No hay tanta distancia entre los que creen que cuanto peor, mejor.

* Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación