Cabe hablar de un progreso moral en la Historia? Estoy seguro de que algunos se apresurarán a decir que no, mientras otros asentirán convencidos. La mayoría (yo entre ellos) no sabrá qué decir; es posible, incluso, que la pregunta esté mal planteada y, por tanto, que cualquier respuesta carezca de sentido. Tal vez la expresión «progreso moral» sea un centauro lógico, y «la Historia», así con mayúsculas, ese cuento contado por un idiota del que hablaba Shakespeare. Pero lo cierto es que la esclavitud ha sido legalmente erradicada, que las mujeres se han alzado contra una tiranía de milenios, que los «derechos humanos» (otro centauro metafísico de resabios neocolonialistas, según algunos) se consolidan en varios países. También es cierto, por desgracia, que muchos de tales derechos siguen siendo pisoteados, que la sujeción de la mujer se prolonga en formas más sutiles, que brotan por doquier formas nuevas de esclavitud. A veces parece que la respuesta que demos a esta pregunta dependa tan solo de nuestro estado de ánimo. Si es así, hoy debo de estar alegre, pues voy a señalar un hecho que me hace pensar que nuestras costumbres, en efecto, se han dulcificado con el paso del tiempo.

En siglos anteriores alzarse contra el poder establecido implicaba asumir riesgos muy serios. Uno, literalmente, se jugaba la cabeza. Es propio de todo proceso revolucionario que la mecha primera la encienda un grupo reducido de gente capaz de vencer sus propios miedos, y que luego --según vengan las cosas- se sume a ellos, en oleadas sucesivas, la masa inmensa de los tibios. En aquel grupo de exaltados cabe de todo. Algunos se alzan contra situaciones terriblemente injustas y opresivas; otros --movidos por razones más pedestres- lo hacen contra una configuración de poder que desean alterar a su favor. Muchas veces unos y otros luchan juntos en el mismo bando --idealistas y arribistas-- y solo si muere el tirano comienzan los primeros a caer en manos del nuevo tirano. Lo cierto es que ninguna de las grandes revoluciones que conocemos habría triunfado sin ese puñado de personas que, por unos motivos u otros, decidieron en un momento dado que era preferible no vivir en absoluto a vivir como lo venían haciendo hasta entonces. La guillotina o el pelotón de fusilamiento era lo último que veían si finalmente las masas --que son las que otorgan la fuerza-- no les secundaban.

En estos últimos meses un grupo de ciudadanos catalanes prepara en su territorio una revolución: una ruptura radical y unilateral del orden constitucional vigente. Tal vez algunos de ellos tan solo pretendan librarse de alguna causa judicial abierta, o ser investidos ministros (en vez de simples consellers), o tomar revancha de alguien; pero seguro que muchos se sienten en verdad sojuzgados por ese «simulacro de democracia» que asocian al Estado español, el cual amenaza su identidad histórica y esquilma parte de sus ingresos para dárselos a andaluces perezosos. Habrá idealistas ardientes (uno piensa en Lluis Llach, con su indignado gorrito) y también mucho desaprensivo. Pero está claro que ni a unos ni a otros les aguarda, en el caso de que el procés fracase, el hacha o el garrote vil.

Es por eso por lo que sugiero que los tiempos se han vuelto algo más dulces, y que tal vez pueda señalarse --en este ámbito al menos-- un cierto progreso moral. Estos revolucionarios catalanes no se juegan ya la vida sino -como señaló el exconseller Baiget- su patrimonio. A nadie le gusta que le arrebaten el piso pero, ¡caramba!, lo cierto es que uno puede tirar adelante sin él, mientas que antaño, sin cabeza, nada podía hacerse. Ante tal amenaza, sin embargo, otros consellers han decidido bajarse del tren en la misma estación que Baiget. Para minimizar las pérdidas patrimoniales y evitar la desbandada de más revolucionarios, el vicepresidente Junqueras ha propuesto crear una «caja de resistencia», a razón de 2,10 euretes por copartícipe, con la que compensar a los ya condenados por la convocatoria del 9-N. Una manera de fidelizar a quienes están a punto de poner en juego sus inmuebles por el «referéndum» del 1-O. ¿Se imaginan? Es como si Lenin, temeroso por su vida y la de sus camaradas, pidiera a los buenos rusos que, en caso de fracasar su intento revolucionario, se desprendieran de uno de sus dedos en un intento desesperado de eludir la sangrienta represalia del Zar.

Lo que parecía una quimera en 1917 resulta ya posible. En solo un siglo la humanidad ha dado un gran paso hacia adelante. Cualquiera puede satisfacer hoy, al menos en España, el deseo adolescente de ser un gran revolucionario. Si las cosas salen bien, protagonizará mañana los libros de texto de sus hijos; si no es así, habrá perdido tan solo lo que vale un desayuno.

* Escritor