S iempre amé las palabras cálidas y esdrújulas, esas que en su estructura elemental contienen dulzura y una agraz melancolía que, al final del verano, restallan como el oro dentro de una vajilla de bohemia. La vida nos lleva de un sitio para el otro, pero hay meses que echan raíces en nuestra sangre y nos hacen más niños, tiernos y melancólicos. He vuelto del pueblo hace unos días a la ciudad y el otoño ha empezado a abrir en mi alma sus ventanas, aunque en los almanaques aún no haya aparecido. Córdoba tras el verano es aún más dulce y más atractiva que en la primavera. Me agrada pasear por ella en estos días y abrazar en su brisa olores del ayer. La cercanía del otoño me entristece y, al mismo tiempo, me hace más sensible. Septiembre es un mes con los pies llenos de musgo y el corazón lleno de olmos deshojados. Córdoba en estos días está fantástica.

En esta ciudad hay un bar llamado las Dos Bes que, aun sin haberlo visitado nunca, la eufonía de su nombre estas horas de septiembre hace que lo sienta más familiar que nunca. No en vano su dueño, José Benítez Blanco, paisano y amigo, lo evoca con frecuencia, cada que nos vemos y me habla de su vida, rehilando entre tanto instantes de una infancia sencilla y rural que ambos compartimos. La suya y la mía fluyeron paralelas en aquellos últimos años de posguerra, cuando ambos estudiábamos el bachillerato, y él lo mismo que yo fue un pésimo estudiante. Recuerdo las clases umbrías y soporíferas en la academia instalada en nuestro pueblo, Villanueva del Duque, y el cansancio y desafecto que mi amigo y yo sentíamos por los libros. Nos reuníamos para estudiar, por decir algo, en el salón de su casa, situada donde se abría la cueva de eucaliptos que escoltaban la carretera bacheada que iba de mi pueblo en dirección a Alcaracejos. Nuestros profesores ponían todo su empeño en que nos aficionáramos al estudio y, a veces, lo hacían usando fieros métodos (a través de capirotazos, tirones de orejas, palmetazos en la mano, o tirones del flequillo), pero, al final, sus esfuerzos eran baldíos. A José Benítez y a mí, cuando llegaban los exámenes regios de junio en Peñarroya, se nos aferraban los nervios a las tripas y, al final, nos quedaban varias asignaturas para ir a recuperarlas en el mes de septiembre. Solíamos ser los últimos en la fila dentro de aquellas clases agrias y húmedas donde olía a pizarra, gamuza y cal en grumos. Los aromas y colores de aquella edad lejana reverberan aún como piedras de cuarcita en el erial feliz de mi memoria. Pero hay una imagen de entonces muy especial que me conecta a septiembre de raíz y hace que este mes aún sea mi favorito entre todos los que componen el calendario.

Nunca se lo conté a José Benítez, ni siquiera entonces, cuando sucedió aquel hecho azaroso y fortuito que me iba a transformar e inauguró mi impávida afición a bucear en la niebla de los diccionarios. Estudiábamos ya tercero de bachiller y un día de un modo casual hallé en un texto un par de palabras que desconocía y, de entrada, al leerlas sonaron en mi interior de una manera dulce y cristalina. Fue, no lo olvidaré, un día de septiembre, en uno de los exámenes que tuve en el viejo instituto de Peñarroya-Pueblonuevo. Allí estaban brillando en la carne del papel dos hermosas esdrújulas, «beatífico y balsámico», sembrando en mi alma una poética emoción que, hasta ese momento, nunca había sentido. Lo primero que hice al volver de nuevo a casa fue ir a buscar mi viejo diccionario para zambullirme en él hasta encontrar el significado de aquellos dos vocablos que, en esos instantes, yo desconocía. Recuerdo el olor de mi casa y el temblor de la luz de septiembre cayendo en los racimos del patio encendido de uvas y gorriones. Desde entonces este mes tiene para mí el significado especial de esas dos bes, beatífico y balsámico, que lo inundan de gozo e inocencia lírica. Cuando agosto se aleja, disfruto andando por los parques y avenidas de acacias y plátanos de sombra buscando el fulgor sutil, la epifanía, de aquellas esdrújulas que descubrí de niño y nunca conté a José Benítez Blanco, dueño de ese castizo bar de Córdoba cuyo nombre se asienta sobre sus apellidos. El misterio poético brota a veces en lo minúsculo, en una palabra nunca descubierta que, sin esperarlo, aparece ante nosotros y se queda flotando, o vibrando como un silbo, en un ángulo inédito de nuestro corazón. Por eso septiembre respira para mí en el sonido feliz de dos vocablos que impregnan los árboles, los bancos de los parques, el gorjeo de los pájaros, la risa de los niños, la mirada romántica de las adolescentes y el deambular lento, angélico y sutil, de parejas de ancianos que hallo a diario paseando como amables siluetas de un tiempo que se fue dejando en sus ojos un destello onírico. Aún no ha muerto el verano y ya siento el otoño. En la luz de septiembre vuelvo a percibir los murmullos y aromas escondidos en las Dos Bes, esas dos iniciales azarosas que también definen la esencia del bar de un viejo amigo.

* Escritor