A pesar de que nuestra Constitución está a punto de cumplir 40 años, todavía tenemos algunas transiciones pendientes. Una de ellas es la que finalmente nos permita transitar de un régimen confesional, como lo fue el franquista, a un modelo laico en el que tengamos muy claro cuál es el lugar de las cosmovisiones, sagradas o no, de la ciudadanía en el espacio público. Una cuestión que a lo largo de estas ya cuatro décadas ha sido permanentemente mal interpretada y cuando no arrinconada por una izquierda que, salvo excepciones, le ha hecho el juego a la confesionalidad encubierta que seguimos sufriendo. Bastaría con recordar como por ejemplo con el gobierno de Rodríguez Zapatero se incrementó la financiación a la Iglesia Católica o como también durante ese período se dejó guardada en un cajón la más que necesaria reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Por no hablar, sin ir más lejos, de cómo hace apenas unos meses el grupo socialista de nuestro Ayuntamiento se abstuvo ante la propuesta sobre laicidad institucional de Ganemos Córdoba e IU.

La reciente concesión por el Ayuntamiento de Cádiz de una medalla a la Virgen del Rosario, y sobre todo los argumentos que se han dado para justificarla por parte no solo del alcalde de la ciudad sino también por el mismo Pablo Iglesias, han vuelto a demostrar que la izquierda de este país tiene un serio problema con la laicidad. Tal y como hemos podido comprobar en los argumentos usados por los que se supone que son representantes de la «nueva política», así como en algún que otro artículo de prensa que ha tratado de justificarlo, sigue sin entenderse que cuando hablamos de laicidad no nos estamos refiriendo a la valoración moral sobre las creencias de la ciudadanía, ni por supuesto a ninguna política que pretenda someterlas a persecución, sino que con ese término lo que se pretende es articular un modelo de relaciones de los poderes públicos y de las instituciones con el hecho religioso. Un modelo que, desde mi punto de vista, solo puede ser respetuoso justamente con la libertad de conciencia de toda la ciudadanía, y por tanto con el pluralismo, si se mantienen como esferas estrictamente separadas la que debe estar regida por la ética común y la que corresponde a la opción personalísima de cada uno. Lo cual no quiere decir, insisto, que se penalicen las creencias, que se persiga al que crea en un dios distinto o al que no crea en ningún dios o diosa, o que se impidan las celebraciones que ampara la libertad de cultos. Lo que la laicidad persigue es que no quede la más mínima duda del carácter neutral, y por tanto acogedor de todas las diferencias, de las instituciones públicas. Una neutralidad que ha de ser visible en las políticas de relación con las confesiones, en los gestos mediante los cuales nuestros representantes actúan como delegados de la voluntad de todas y de todos y, por supuesto, en una estricta separación de lo que son los valores que han de regir el espacio común y los que cada cual escoge para que rijan su moral privada.

Por lo tanto, resultan como mínimo cuestionables los argumentos que apelan a las tradiciones, a las costumbres o al peso social de una determinada práctica para justificar que nuestros representantes porten báculos, otorguen medallas a objetos inanimados o revistan de los rituales de un credo concreto los actos y celebraciones en las que todas y todos, incluidas las personas agnósticas y ateas, debemos sentirnos representadas. Espero pues que el «Somos la izquierda» que anuncia el PSOE de Sánchez implique también de una vez por todas que son la izquierda laica, como espero que la «nueva política» deje por fin de agarrarse a los viejos moldes con tal de legitimarse en el poder. Nada más y nada menos que por razones de salud democrática.

* Profesor titular acreditado al cuerpo

de catedráticos de la UCO