Donald Trump sigue impertérrito en sus fijaciones como demostró durante su segundo discurso sobre el Estado de la Unión, pero muchas cosas han cambiado desde su primera aparición en el Congreso. El presidente se mostró inamovible sobre la construcción del muro con México con el que pretende detener la inmigración que vincula torticeramente con la delincuencia. Defendió tanto las restricciones al aborto como su política comercial y se refirió, poco, a su política exterior, una política que ha roto con las tradicionales relaciones de EEUU con el mundo. Lo que ha cambiado radicalmente ha sido la audiencia que tenía enfrente. Su partido, el republicano, ya no controla la Cámara de Representantes donde ahora hay una mayoría demócrata con el más elevado número de mujeres de la historia que ayer, a casi un año de la eclosión del #MeToo, vestían de blanco en recuerdo y homenaje a las sufragistas. Y lo que también ha cambiado es la propia situación del multimillonario sobre el que hay en curso 17 investigaciones, algunas de ellas vinculadas a la trama rusa. Dadas las circunstancias, Trump pidió poner fin a la fractura partidista que reina en el Congreso, una fractura nacida de la imposibilidad de encontrar un terreno común, constructivo, entre los dos partidos. Sin embargo, estos buenos deseos anunciados entraban en neta contradicción con la polarización que destilaba su discurso.