La cumbre del G-20 celebrada en Osaka durante dos días ha servido para certificar una vez más la voluntad de Estados Unidos de armar su papel en el seno de la comunidad internacional mediante acuerdos bilaterales. La tregua acordada con China para evitar una agudización de la guerra comercial es tan expresiva de tal enfoque como la ausencia de la firma de Donald Trump en el compromiso de los otros 19 estados de perseverar en la aplicación de los Acuerdos de París del 2015, cuyo fin es luchar contra el cambio climático. El presidente de Estados Unidos entiende el multilateralismo como una señal de debilidad, y su programa proteccionista, como la mejor arma para someter la economía global a sus intereses. En su estrategia de despegarse de los acuerdos, nada más concluir el cónclave de Osaka. Donald Trump puso rumbo a Corea sorpresivamente para reunirse con el líder norcoreano, Kim Jong-un, en una histórica e improvisada cumbre en la militarizada frontera intercoreana que ha servido para reactivar las conversaciones sobre desnuclearización, estancadas desde el pasado febrero. El reconocimiento del G-20 de que es preciso y urgente revisar el papel asignado a la Organización Mundial de Comercio (OMC) apenas afecta al desarrollo de la disputa de Estados Unidos con China por la hegemonía económica: la tregua acordada solo ha sido posible porque los dos gigantes lo han decidido al margen de la cumbre. La decisión del Gobierno de Xi Jinping de incrementar la compra de productos agrícolas en el mercado estadounidense es asimismo un compromiso entre adversarios, el cumplimiento de una exigencia hecha por Trump cuya realización bien vale para China el precio de levantar el cordón sanitario levantado alrededor de Huawei, la multinacional mejor situada en el desarrollo del 5G.

Frente a esta realidad, pudiera tenerse por algo menor o secundario el acuerdo suscrito al margen del G-20 por la Unión Europea y Mercosur, que supone un desarme arancelario para los Veintiocho de 4.000 millones de euros. Pero lo cierto es que es una señal positiva de por dónde debería orientarse el comercio mundial a despecho de la complejidad de la relación entre economías tan asimétricas como las latinoamericanas y las europeas. Mientras en Osaka apenas se ha desvanecido el riesgo de una sacudida en el sistema de intercambios si el proteccionismo de Trump gana adeptos, la iniciativa euroamericana después de 20 años de negociaciones sirve al menos para resaltar las virtudes de la economía global, tan a menudo puestas en duda desde Washington. Así vuelven los europeos a desmarcarse con sigilo, pero con resultados tangibles, de una lógica que, salvo rectificación sobre la marcha, lleva inexorablemente a convertir las citas del G-20 en convocatorias sin efectos prácticos y el papel de la Organización Mundial del Comercio, en secundario.