Llega Donald Trump a Londres con la crisis del brexit en el centro de todos los debates europeos, el plan de defensa de la UE interpretado en la Casa Blanca poco menos que como un desafío, la guerra comercial chino-estadounidense convertida en una impugnación de la libertad de comercio y la nueva política de sanciones contra Irán entendida por los aliados como un arriesgado e innecesario aumento de la tensión en Oriente Próximo. Inicia el presidente su octava visita a Europa en medio de la desconfianza de los gobiernos por su radical revisión del statu quo y por erosionar las relaciones transatlánticas como nunca hasta hora se había producido, volcada la agenda internacional de Estados Unidos en el triple objetivo del proteccionismo, el unilateralismo y la revisión de las reglas del juego de la economía global, mientras Trump gana adeptos en la extrema derecha.

El hecho de que el presidente se haya rodeado de un equipo de halcones, después de dos años desconcertantes de nombramientos y destituciones, ha subrayado su tendencia a inmiscuirse en los asuntos de sus aliados, prescindir de las convenciones políticas y practicar una tosquedad sin parangón posible. Solo así se entiende su defensa de un ‘brexit’ a las bravas, sin compensación económica para los Veintisiete, su preferencia por Boris Johnson para suceder a Theresa May y la ausencia de tacto en las opiniones vertidas sobre figuras relevantes de la Corona y del Parlamento británicos. Trump se siente legitimado para seguir por este camino porque las cifras macroeconómicas de EEUU son inmejorables, el grado de fidelidad de sus votantes resiste sus bajas cotas de popularidad y la política exterior seguramente tendrá un peso menor el año próximo. Pero es imprevisible cuál puede ser el impacto en los asuntos mundiales si alguna de las crisis provocadas por la Administración de Trump se descontrola, especialmente en la relación entre aliados que desde 1945 han hecho de la fiabilidad de su cooperación una auténtica cultura política.