Tras su victoria electoral, mucho se habló de que Donald Trump moderaría sus posiciones y su estilo cuando llegara a la Casa Blanca, que una cosa era la campaña electoral y otra muy diferente encontrarse en el Despacho Oval. Pues bien, cuando queda poco más de una semana para que jure el cargo, Trump se mostró ayer en su primera rueda de prensa como presidente electo como solía: impertinente, extremista, irresponsable, imprevisible. Se mostró más duro con sus propios servicios de espionaje que con Vladimir Putin a pesar de admitir el ciberataque electoral de Rusia; se reafirmó en que construirá el muro en la frontera con México --no una valla, especificó-- y que enviará la factura a Enrique Peña Nieto; recordó que derogará la reforma sanitaria de Barack Obama; y se mostró desafiante, burlón y faltón con los periodistas, hasta el punto de negarse a dar la palabra a CNN y de cargar contra la BBC a cuenta de la información de que Rusia dispone de un dosier sexual del presidente electo con el que podría chantajearlo. Trump en estado puro, lo cual es muy preocupante.

La victoria del magnate que el próximo 20 de enero se instalará en la Casa Blanca fue legítima según el sistema electoral estadounidense, pero ello no implica que sus políticas y sus formas sean democráticas, ni resta razones a la preocupación que genera con cada gesto y con cada comentario. Su inminente llegada a la Casa Blanca pone a prueba primero la fortaleza del propio sistema estadounidense, la capacidad de los funcionarios para reconducir sus aspiraciones y, después, la estabilidad económica y política de la comunidad internacional. Que Trump actúe en muchas ocasiones con frivolidad no implica que haya que tratarlo igual. Al contrario. La oposición firme a su irracionalidad e imprevisibilidad no debe dejarse en manos de un puñado de actores y actrices bienintencionados.

La rueda de prensa de Trump se produjo poco después de que Obama pronunciara su discurso de despedida en Chicago. El balance del aún presidente es objeto de legítimo debate, y tal vez sea aventurado afirmar, como hizo ayer, que «sí se pudo», en referencia a su famoso y ya histórico «sí se puede». Esas frases hechas de fuerte impacto sentimental no ocultan lo mucho que ha quedado por hacer, los intentos políticos que han quedado a medio camino y pueden ser revertidos, como los avances en la sanidad pública, y, por ejemplo, la persistencia de la división racial, que el propio presidente saliente lamentó. Sin embargo, a Obama ya se le añora tanto dentro como fuera de Estados Unidos no ya (o no solo) por sus políticas, sino por su categoría como estadista y la forma con la que honró el cargo de presidente. A Obama le sobra casi todo lo que le falta a Trump. Tan solo cabe confiar en que cuando acabe su estancia en la Casa Blanca se pueda afirmar que Trump, al final, «no pudo».

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