Diversos periodos de su modesta biografía determinaron que el anciano cronista llegara a tener un conocimiento relativamente cercano de dos de los tres o cuatro mentores principales de la formación ética y cultural del hoy Rey Emérito de España. Conocimiento --importa insistir-- relativamente próximo por la rica y compleja personalidad de ambos, así como por su discreción extrema. Con todo, en el caso del primero --dechado de virtudes sacerdotales-- en algún comentario al desgaire acerca de su ‘Señorito’, emitido en una ruidosa cafetería universitaria en torno a un refresco y un sabroso pincho de tortilla, en algún intervalo entre los ejercicios a cátedra en los que articulista tuvo el honor de compartir con él y otros colegas la responsabilidad de juez, o, finalmente, en breves paseos por los alrededores de una de las más bellas ciudades de la España septentrional, ciertos juicios sobre su regio alumno afloraban a sus labios, impregnados, de ordinario, de esperanza en su hombría de bien y conducta intachable una vez llegado al trono. Mas ni siquiera en las ocasiones en que este sacerdote coincidía eventualmente con otros catedráticos de su generación en el campus o la sala de profesores de una Universidad modélica en no pocos aspectos, aguijoneado por sus preguntas respecto a las dotes e inclinaciones del futuro soberano, bajaba la guardia de su inveterada reserva en punto a detalles íntimos del Príncipe. Es lógico, sin embargo, que ante las acuciosas preguntas de D. Alvaro D´Ors o las donosas inquisiciones de D. Florentino Pérez-Embid, alguna leve confidencia se le escapase, empero, sin que en redor de ella pudiese construirse la menor teoría de entidad en punto a la psicología o instrucción de su ‘Señorito’. Recto, y quizás hasta rígido, no obstante su ufana nascencia levantina, todos los cuadros mentales de dicho sacerdote-docente estaban imbuidos de los principios de la España de la postguerra, que él se afanaría por adoptar, pero jamás por eclipsarla o negarla.

El otro mentor con el que el articulista entablara un trato asiduo durante una no muy larga temporada fue el general Alfonso Armada. Sumamente reservado y de muy controlada conversación, todo lo que el anciano cronista logró reconstruir del carácter y formación de D. Juan Carlos está a disposición de los interesados en el tema en un libro de obligada cita a los efectos de las presente líneas, y por ello, acaso, menos inelegante referencia personal: J. M. Cuenca Toribio: Conversaciones con Alfonso Armada (Madrid, Actas, 20 ) . En sus páginas cabe espigar con cuentagotas noticias y alusiones de preciado interés en punto a las opiniones y actitudes de su educando frente a materias a las veces enjundiosas. Los muchos aficionados a las novelas y relatos policíacos que hodierno, en la España del coronavirus, acaparan los puestos más elevados del ranking de lecturas, se sentirán imantados por averiguar parte de los detalles más recónditos de la efemérides del 23-F de 1981, Pero en el tema que nos ha ocupado en este artículo volandero -la formación moral de Juan Carlos I a la luz del juicio de dos de sus principales guías en los años de juventud--, es probable que colecten más de un dato de valía para una, como antaño se decía por periodistas, de las «más inquietantes cuestiones» de la siempre efímera, pero no menos trascendente actualidad.