Hace 99 años, el planeta estaba convulsionado por los efectos de la I Guerra Mundial. Hacía poco que esta había concluido, pero sus efectos devastadores se podían palpar en la sociedad. La Iglesia también sentía que algo importante estaba cambiando el mundo. La actividad misionera había recibido un fuerte zarpazo por la «baja» de tantos misioneros europeos que, por efectos de la situación, habían regresado a sus orígenes o habían abandonado la barca. A ello se sumaba un hecho que ahora, desde la perspectiva histórica, somos capaces de valorar: la falta de vocaciones nativas. Las Iglesias nacientes se habían acostumbrado a «recibir» y no a «dar» de sí mismas. Parecía que los misioneros venían de lejos con los bolsillos llenos de viandas.

En estas circunstancias, el papa Benedicto XV publica la carta apostólica Máximum illud, sobre la urgencia de la actividad misionera de la Iglesia. Era el 30 de noviembre del año 1919. En ella el Pontífice denunciaba proféticamente la necesidad de cambiar el mundo, cambiar los corazones, desde dentro. Es profética, porque hasta la fecha la idea era que, si algo podía producir un cambio, vendría desde fuera. Grave error. La transformación brotaría de las comunidades cristianas que estaban naciendo en distintos puntos del mundo. Estas intuiciones del Papa serían, poco después, las Obras Misionales Pontificias de Propagación de la Fe, Infancia Misionera y San Pedro Apóstol. Al comprobar que la Iglesia se había puesto en marcha para colaborar con los que eran enviados a la misión, el papa Pío XI establece, el 14 de abril de 1926, una Jornada Mundial de las Misiones que se celebraría, a partir de ese mismo año, el penúltimo domingo de octubre. Así, nos situamos en el 92 aniversario de este día que conocemos como jornada del Domund, el próximo 21 de octubre.

La Dirección Nacional de las Obras Misionales Pontificias en España ha propuesto, como lema para el Domund 2018, «Cambia el mundo». La apuesta es atrevida. Produce una cierta sonrisa de incredulidad, pero es lo que hacen los misioneros cuando son enviados al mundo. Y es que el gran cambio que transforma los corazones esclavizados por el individualismo, el espiritualismo, el encerramiento en pequeños mundos, la repetición de esquemas ya prefijados, el dogmatismo, la nostalgia, el refugio en las normas, llega a través de cambios pequeños, es posible y está al alcance de todos: «Se trata de no tener límites para lo grande, pero al mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de hoy» (Gaudium et Espes.169). Es como el Buen Samaritano que no pasa de largo ante el desvalido tirado en la cuneta.

Una mirada a los pueblos evangelizados certifica que este cambio es susceptible de llevarse a cabo, no se trata de planes inabarcables, sino de acciones realizables. El Papa Francisco anima a ello y matiza: «No se trata simplemente de replantear las motivaciones para mejorar lo que ya hacéis. La conversión misionera de las estructuras de la Iglesia requiere creatividad espiritual. Por lo tanto, no solo renovar lo viejo, sino permitir hacer nuevas todas las cosas. Teniendo en cuenta que Jesucristo es el ‘jefe de la oficina’ de las Obras Misionales Pontificias, no nosotros».

* Licenciado en CC. Religiosas