Escribo este artículo tras leer la columna de cierto --casi ubicuo-- presentador de televisión, que lleva siglos haciendo programas basura y sin embargo va de intelectual convencido, librepensador militante, moralista de fundamentos más que cuestionables, y displicentemente populachero; adjetivos un tanto contradictorios, que no obstante se quedan cortos. Demagógico, arrogante, sectario, egocéntrico, manipulador y narcisista contribuyen a perfilar mejor al personaje. En cualquier caso, mi intención última no es hablar de él; ya tiene mucho eco mediático, y legiones de seguidores en esa España idiotizada que sólo es capaz de actuar a partir de los impulsos de la caja tonta (de ese arrastre, de cómo le todos bailan el agua, y de sus sueldos millonarios le viene la sensación un tanto enfermiza de omnipotencia y liderazgo). En sus denuestos y mala baba habituales he visto reflejado de forma especular lo que viene ocurriendo desde hace varios años en nuestro pobre país: el derecho que se han arrogado algunos al pensamiento único, a vender al mundo la idea de que no caben más opiniones que las suyas, y que quien no las comparta debe ser insultado, vilipendiado, y a ser posible condenado al más cruel de los ostracismos, como si no cupiera crítica sin ofensa.

Prácticamente no existe ámbito público o privado en el que determinados personajes, por lo general con cierto poder aunque no siempre, se expresen como si sus bocas destilaran ambrosía y saliera por ellas el néctar siempre escurridizo e inaprehensible de la verdad; para ellos, además, verdad única, absoluta e inapelable. Basan por lo general sus discursos en la prepotencia, cierto iluminismo --como si acabaran de caerse del caballo y hubieran descubierto, de pronto, el camino--, un carácter faltón, vil y algo pendenciero, un poso de resentimiento y desprecio típico de quienes viven presas del odio y la animosidad, una falta evidente de escrúpulos, y, siempre, un dogmatismo atroz, convencidos -y convencidas- de que la realidad es la que ellos ven y no caben ni siquiera matices en contrario. Terrible, sin duda, por la gran cantidad de implicaciones que conlleva, el sectarismo militante al que responde, la polarización social que provoca, y esa tensión que acaba invadiendo todo como una película viscosa y sanguinolenta de la que es imposible desprenderse, ni siquiera con lejía.

Todo ello no tendría mayor importancia si se limitara al ámbito privado. Sin embargo, el problema se convierte en colectivo cuando tales actitudes emanan desde lo más alto, colonizan día tras día a instituciones y medios de comunicación, y acaban provocando en muchas personas una sensación de desquiciamiento esquizoide, incapaces de entender por qué no pueden tener opinión propia, o si la tienen y la expresan en libertad (sean periodistas, jueces o ciudadanos de a pie), por qué son atacados con saña, difamados, denigrados, incluso ultrajados. Contribuyen a tan moralizante actividad un variado tipo de soportes, que van, según el perfil de quien haya cometido el abominable delito de adoptar una posición diferente a la fijada por las consignas más o menos oficiales, desde la televisión pública, pasando por periódicos en papel y digitales, a las redes sociales, muy dadas a este tipo de linchamientos. Si algo manejan bien tales voceros es la propaganda, la intoxicación y la mentira, el don para convertir el agua en cieno y quedarse tan anchos, la habilidad para vender sus ideas como la quintaesencia de lo correcto mientras arrastran por el fango todo lo establecido, abusan de su posición y contaminan sin pudor los valores mayoritarios; algo que llaman con cinismo y absoluta desfachatez ‘juego democrático’, como si la democracia no consistiese en reunir multitud de pareceres distintos para hacer camino juntos con base en el acuerdo general. Y no puede existir acuerdo sin educación, respeto y aceptación del otro; porque la diferencia siempre enriquece, nunca, jamás, debe excluir.

Así las cosas, lo más sorprendente, y al mismo tiempo alarmante, es cómo quienes practican juego tan sucio se están poco a poco capilarizando hasta hacer ver que no existe nadie más que ellos, y todos aquellos otros que piensan diferente van dando pasos atrás por prudencia, tacto, sensatez y sentido común, incapaces por convicción de entrar en enfrentamientos o plantar cara a quienes en último término querrían borrarlos del mapa, o en el mejor de los casos anularlos. Un error sin duda, porque frente al fanatismo, la intransigencia y el radicalismo, las mejores armas son la palabra, la moderación, la cordura y también la firmeza. Mesura y seriedad que deberían esgrimir quienes consideren que les están robando sus libertades para alzar la voz con fuerza y reivindicar aquello que debería definir toda convivencia: tolerancia, espíritu crítico y carácter constructivo. Quien siembra vientos termina siempre por recoger tempestades.H

* Catedrático de Arqueología de la UCO