He interrumpido la visión en bucle del pelotazo de Djokovic a la jueza de línea, al advertir que la violencia de la acción me atraía más que desentrañarla. Me estaba convirtiendo en uno de esos cómplices que escrutan con aparente escándalo y real delectación los detalles de un delito. Sin embargo, he repasado la escena lo suficiente como para concluir que atribuirla a un golpe involuntario del serbio constituye un insulto para el tenista más preciso del planeta. El pluricampeón no ha recurrido a esta excusa. Quería emprenderla contra alguien, pero en la pista había quince mil personas de menos. Con público no se hubiera atrevido, hubiera ensayado un disparo al aire. En medio del vacío sideral de un graderío a secas, atacó a la única persona en las proximidades.

Se discute la sanción a Djokovic, una reacción servil típica de países donde la jueza de línea hubiera sido obligada a disculparse, por encontrarse en el sitio equivocado o por exagerar el impacto. No puedo repasar la escena por las razones arriba especificadas, pero exhorto a los vacilantes a que sigan la evolución de la mirada del mejor jugador del mundo antes del sartenazo. Hasta el serbio comete algún que otro error en juego, pero si se hubiera tomado un segundo de pausa, apenas un suspiro, no lo hubiera hecho. De nuevo, el golpe cobarde se vio favorecido por la desnudez de la grada, un torneo de club de tenis suburbial. El agresor se creyó en familia.

Obama es el estadista con mayor sangre fría que ha dado la historia. Sin embargo, a menudo reaccionaba a los insultos que recibía escribiendo desde la Casa Blanca réplicas del mismo tenor. Las redactaba por la noche y las borraba a la madrugada siguiente, aprovechando el segundo de más que Djokovic no se permite porque siempre ha sido el mayor enemigo de sí mismo, pero ahora viene lo más duro. Su primitivismo aumenta su atractivo en la pista. Pedimos ángeles, nos gustan los killers .