La reunión mantenida hace unos días en el Ministerio de Hacienda para abordar la prometida reforma de la financiación autonómica ha terminado con el mismo guirigay que se montó en toda España tras la presentación de los Presupuestos Generales del Estado para 2017. Ambos episodios son un síntoma claro de que en realidad, en estos comienzos del siglo XXI, no existe eso que quisiéramos llamar España. En cuanto se intentan armonizar los criterios de gasto, todos los dirigentes convocados ponen el grito en el cielo protestando por la enorme discriminación e injusticia que se pretende cometer con su comunidad.

La organización del territorio nacional en 17 autonomías en las que los gobernantes de cada una luchan solo por «lo suyo», hace imposible una visión de Estado y por lo tanto, una defensa de España como «patria común e indivisible de todos los españoles» (Constitución de 1978, art. 2). La Constitución es formalmente violada cada día por los políticos que deberían defenderla, ya que el «derecho a la autonomía» que el mismo artículo consagra se impone siempre al concepto de «unidad» y por supuesto al de «patria común». El columnista Teodoro León Gross resumió recientemente esta situación en un titular: «¿Y quién se ocupa de España?». Y en un diagnóstico: «Ese puzzle refleja el troceamiento del interés general en diecisiete intereses particulares. (...) En el Estado de las Autonomías hay cada vez menos visión de estado. Los diecisiete discursos autonómicos sumados no generan un discurso de Estado». La visión de Estado y la lealtad institucional, imprescindibles para que un Estado democrático funcione, murieron hace décadas en este desgraciado país.

No tiene por lo tanto nada de raro, ni de extremista, ese movimiento que se ha puesto en marcha cuyo objetivo es la «supresión de taifas y chiringuitos autonómicos». Seguramente tal objetivo no sería deseable si las comunidades autónomas hubieran servido para descentralizar los servicios que deben gestionarse más cerca de la gente, y para satisfacer las evidentes peculiaridades históricas y culturales de algunas regiones, pero como bien sabemos venció la más española de las leyes, la del péndulo, pasando este país del mas puro centralismo, al desmadre total de las autonomías, que han puesto en grave riesgo incluso la unidad de mercado y la igualdad de los españoles ante la ley.

Ocurrió al parecer cuando don Adolfo Suárez, incapaz de resistir las presiones de unos y otros, decidió servir «café para todos», solucionando el problema para unos años, pero creando otro a largo plazo, de imposible solución. Pasaron treinta años de descontrol del virus nacionalista (la educación sobre todo) y el resultado es el guirigay actual y en la cumbre, el formidable reto independentista catalán.

Las alternativas no son muchas. Resumiendo un poco, serían dos. La primera es la aplicación del artículo 155 a Cataluña, solución legal y legítima que está siendo defendida por muchos intelectuales e incluso juristas del máximo prestigio.

La otra alternativa es algo más drástica, aunque tal vez más fácil de aprobar ya que provocaría gran alborozo en nuestros políticos autonómicos. Sería una nueva aplicación del «café para todos» del Sr. Suárez. Ya que Cataluña exige la independencia total y el País Vasco está esperando la oportunidad de hacer lo mismo, una nueva ronda de «café para todos» consistiría en dar a todos lo que exige el que más exige: es decir, independencia total para todos. Y en Madrid, disolución del Estado opresor, entrega de las armas (o división del ejército en diecisiete ejércitos, que sería más divertido), expulsión de la monarquía y jubilación de todos los políticos no autonómicos.

No hay que ponerse nerviosos. Si la antigua Yugoslavia se dividió en cinco repúblicas (o tal vez siete, qué más da cuantas fueron) y todas ellas están hoy en la Unión Europea o son candidatas a entrar, ¿porqué no habrían de formar parte de la UE las 17 repúblicas, probablemente bananeras, resultantes del guirigay hispano? Si algo así sucede, se habrá impuesto el progreso (faltaría más) y España habrá quedado por fin reducida a lo que, según los progres y los pesimistas siempre fue: un proyecto imposible, un Estado fallido, una antiguaya histórica, un cachondeo lamentable; quinientos años de historia, con sus luces y sus sombras, tirados a la basura. Los creadores de la «leyenda negra» se habrán salido por fin con la suya, eso sí, con la inestimable ayuda de casi todos los españoles.

* Cronista oficial de Priego de Córdoba