Ayer, día tres, se celebró el Día Internacional del Discapacitado, y creo que no podemos pasarlo sin reflexionar acerca, no solo de aquellos que sufren discapacidades físicas, que son un gran problema familiar y social y, sobre todo para ellos mismos, sino también por lo mucho que nos «discapacitamos» todos, a veces. Empiezo, pues, con el recuerdo de un alumno discapacitado. En su rostro, pálido y deforme se dibujaba una sonrisa. Una sonrisa que brotaba de la tristeza infinita de su alma, como brotan las gotas del rocío en la noche y amanecen cristalinas sobre los campos marchitos. Su cabeza, mata de pelo negro, retorciendo agitadamente el cuello, era la expresión viva de una alegría nueva, aquella mañana primera de escuela. Hoy, después de muchos años, pienso, de nuevo en aquel niño discapacitado, en aquel alumno, que un día faltó al colegio y ya no regresó más. Pero creo que esta celebración, como he dicho, no es solo de lamentaciones hacia aquellos discapacitados físicos que, por supuesto, son objeto de muchas y grandes atenciones, sino que de alguna manera todos tenemos que reflexionar acerca de cuántas situaciones complicadas encontramos en nuestro camino, cuántos obstáculos y ante las cuales no podemos sentirnos impotentes, «discapacitados» para superarlas y cruzarnos de brazos, sino que hay que despertar nuestro coraje y fortaleza para seguir siempre adelante porque, como dice la extenista Martina Navratilova, la discapacidad es una cuestión de percepción. Si puedes hacer una sola cosa bien, eres necesitado por alguien. También nos sentimos discapacitados ante el miedo a los cambios, miedo a perder, miedo a mirar hacia adelante, y nos paralizamos mientras la vida sigue en sinfonía que viene a decirnos aquello de que nuestras capacidades serán siempre más grandes que cualquier discapacidad. No lo olvidemos nunca.

* Maestra y escritora