Resulta pretencioso decir que todos los que estudiamos Derecho soñamos alguna vez opositar para la Carrera Diplomática, pero es justo y necesario reconocer que no fuimos pocos los que barruntamos dicha posibilidad. De alguna forma, esa fue la penúltima Carta de los Reyes Magos en cuanto a la incardinación de los oficios, prolongando aquel balbuceo infantil cuando te decantabas por ser astronauta. El pragmatismo llegó incluso antes que el baño de realidad, reconociendo sin innecesarias frustraciones la dificultad de acceder a tan prestigioso cuerpo de la Administración. Ello no ha restado mi admiración por una de las encomiendas más antiguas del mundo, cual es la representación de los propios en territorio ajeno.

El tiempo, claro está, ha desprendido esa pátina más proclive a fantasear, cultivando el envoltorio más que la crudeza de la legislación y los procedimientos. Porque aún en nuestros días, hablar de embajadas supone catapultarse al exotismo y a la aventura: invocamos a González de Clavijo y sus peripecias para llegar a la Corte de Tamerlán. O a una radiante Sigourney Weaver como empleada de la embajada australiana en Yakarta, viviendo peligrosa y sensualmente la caída de Sukarno. O el icónico despegue del último helicóptero norteamericano desde la azotea de aquel último reducto de la soberanía yanqui en Saigón.

Acaba de fallecer John Le Carré para que el trasfondo de los asuntos internacionales no suelte amarras con la literatura, afirmando la sutileza de las palabras como vía para enderezar muchos conflictos. Y la diplomacia española contempla cómo han entrado en ebullición dos de sus focos permanentes de tensión. El brexit no será la última carga de la caballería británica, pero se lo parece. El Reino Unido ha apostado a su secular rol de astucia para pretender glorias pasadas, un placebo para engatusar a Europa el doble rasero del libre comercio. Los ingleses quieren lo mejor del club comunitario pero arguyendo desde fuera su soberanía para eludir compromisos y deberes. A priori, Francia y Alemania han evitado la treta de la cizaña, asegurando no entrar a negociar individualmente con los británicos. Y a nosotros, amén del soberanismo gibraltareño, nos dolerá una ruptura abrupta porque existe una fuerte relación comercial y en los caladeros de las aguas británicas han faenado los pesqueros españoles mucho antes de que las ballenas irrumpiesen como escudos de ciudades del Cantábrico.

En el sur está el otro frente. Estados Unidos ha reconocido la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara. No deja de ser una Marchita Verde, aprovechando el infantilismo narcisista del presidente saliente. Trump ha dejado a los saharauis definitivamente a su suerte y a los españoles nos ha pisado un histórico callo, el bochorno de no haber realizado una adecuada descolonización. Curiosamente, aquí los extremos se tocan, con las reminiscencias patrias que defiende Vox para el antiguo territorio de Río de Oro, y la pujanza de Podemos por mostrarse abiertamente prosaharauis, quebrando cualquier suerte de Ostpolitik con el vecino marroquí, que, si se enoja, abre la espita de las pateras.

La diplomacia no es solo el rompecabezas de lo imposible. Es la configuración de un sólido entramado de empatías y alianzas, las mismas que unieron Castilla a los Habsburgo y, con ellas, el Plus Ultra de la audacia. La que, en su escala, ha llevado discretamente Portugal para tener ese peso en el escenario mundial y ahora Marruecos festeja por el éxito de sus cancillerías, llevándose el favor del primo de Zumosol. Con esa impronta de un señor de provincias, Rajoy ratificó ese desinterés por la política exterior. La posición de España en el mundo no ha pasado de ser la primera en circunvalarlo a henchirse por recuperar el islote de Perejil. Pero renunciar a una diplomacia fuerte significa que otro Estado lo hará por ti.

* Abogado