He decidido muy conscientemente esperar unos días para escribir este artículo. El filósofo siempre espera. Algunas veces es un defecto, la mayoría de las veces una virtud. Si hubiera escrito este artículo hace unos días, hubiera sido un artículo dedicado a un trágicamente fallecido. Me alegro de haber esperado, porque ahora el artículo es un artículo para quienes viven... todavía. En el fondo, es cierto que la muerte nos iguala a todos; sin embargo, lo que no nos iguala a todos post mortem es la fama, la popularidad o como queráis llamarlo. Un ejemplo sencillo: si mañana tengo un trágico accidente de coche por circular a una velocidad endiablada, tendré algo de suerte si aparece algún eco de mi fallecimiento en este Diario y poco más. Pero si me ocurre lo mismo y, en vez de llamarme como me llamo, me llamo José Antonio Reyes y soy un futbolista mundialmente conocido, entonces la cuestión varía considerablemente. Pero atención, lectores, varía para bien o para mal. Para bien por todos los elogios, medallas póstumas, que puede recibir un ser humano que ha destacado en algún ámbito de la ciencia, del deporte, del arte...; y para mal si la causa de su muerte se ha producido por un acto de irresponsabilidad que suponga un nido de cultivo no solo para sus detractores sino para aquellos que, con buena voluntad, no pueden comprender que se premie a alguien conocido que ha muerto en una circunstancias de irresponsabilidad e ilegalidad manifiestas. En algunos casos, incluso, se produce la dramática paradoja de que en un mismo ser humano desembocan encomios y vituperios. Pero, como digo, el filósofo espera, entre otras cosas, porque tiene esperanza en poder decir algo que no sea solo fruto de la emoción de cada momento, sino también fruto de la reflexión. Por eso, este artículo está dedicado a los vivos y no a los muertos. Reyes ya no está y es irremediable, pero quedan muchos «Reyes» que todavía están vivitos y coleando. A ellos les escribo.

Como muchos de vosotros, tengo hijos adolescentes cuyos líderes, a quienes ellos llaman youtubers, itgirls, influencers, y otras palabrejas por el estilo, ya no son ni sus padres, ni mucho menos sus profesores, ni escritores clásicos, ni pintores... sino que sus dioses son personajes cuya fama o popularidad no suele corresponderse al trabajo realizado con esfuerzo y dedicación durante largos años. Más bien, por el contrario, son casi tan jóvenes como nuestros mismos hijos, su popularidad está muy ligada a la realidad virtual de las redes sociales. Suben como la espuma y bajan al abismo casi tan rápido como subieron, pero hacen estragos durante ese corto caminar por la fama. Lo realmente grave, y todos conocemos infinidad de casos, es que, en la vida real, muchas de estas vidas, muchas de estas biografías son un auténtico desastre marcado muy duramente por el mundo de las drogas, del exceso de alcohol, de las conducciones temerarias, de escándalos de todo tipo. Y, no nos engañemos, son los ídolos de nuestras hijas e hijos. No digo que sean todos así, pero sí una parte significativa, suficientemente significativa. Son dioses de barro. Es verdad que han existido desde siempre (si no me creeis, abrid las páginas del Antiguo Testamento) pero que existan no significa que desemboquemos todos en la sinrazón. Hace tiempo ya nos recordó Kant que debíamos alegrarnos por haber alcanzado la mayoría de edad en el pensar. Y es por ello que hago este llamamiento a la cordura y responsabilidad social a todos estos famosos, populares, que ganan cantidades fáciles e ingentes de dinero, que se compran grandes cochazos, que ingresan en la oscuridad del mundo de los estupefacientes, que dejan de poseer siquiera un mínimo de ética por el que conducir sus vidas.

* Profesor de Filosofía

@AntonioJMialdea