El año que viene vamos a tener un empacho de conmemoraciones bélicas: ocho décadas se cumplen de un año que trastocó un siglo. Marcada y macabramente ordenado en la sucesión de los acontecimientos, cual el calendario de los tiempos antiguos, en los que había un mes para comenzar a guerrear, y otro para recoger las cosechas. La II Guerra Mundial comenzó el 1 de septiembre. Y el primero de abril llegó a este país, como bien precisó Fernán Gómez en sus bicicletas, no precisamente la paz, sino la victoria. Por poquito no cae esa fecha en domingo, librados, Señor, de las tentaciones de convocar para ese dígito los Comicios Generales, y de las nuevas/viejas voces recalcitrantes, obcecadas en invocar a la wija: «Cautivo y desarmado el Ejército Rojo...».

Y aunque no lo parezca, aquel 1939 también tuvo algún aspecto positivo. Sin ir más lejos, una buena cosecha para los cinéfilos. John Ford se consagró ante la ciudad y el mundo con su Diligencia, a la par que John Wayne se echaba la silla de montar sobre los hombros, y paraba el carruaje en aquella improvisada posta en el desierto de Arizona, forjando su leyenda de feo, fuerte y formal.

Vengo a invocar La diligencia prematuramente porque se palpa esa invisible inquietud de las vastas praderas en los preparativos del barcelonés Consejo de Ministros. Así, los resquemores del ministro Ábalos respecto a su celebración le servirían para superar el casting del cochero: la barba de varios días, la fusta y la querencia a masticar hojas de tabaco... o el amenazante silbido de las flechas. Y dos ministras se enrolarían en esa peligrosa travesía: la vicepresidenta, con su aceitunado corpiño. Y la ministra de Defensa, cubierta con un sombrero poke, ocultando un pistolín en el bolso ante el definitivo ataque de los indios. Pero se aguarán las expectativas más bizarras, porque los apaches chiricauas serán sustituidos por los Comité de Defensa de la República. Obviamente, y citando a otro clásico como los es Alejandro Sanz, no es lo mismo.

El ápice más radical de la causa secesionista está deseando disfrazarse de indios como los bostonianos que protagonizaron el motín del té. Pero hasta la fecha, los únicos pieles rojas que se avistan en la Diagonal son los hinchas del Atleti en sus desplazamientos. Que este sainete aún no haya alcanzado la categoría de drama obedece a que las incongruencias de todos sus actores son superiores a sus propias incompetencias. Comín redobla desde Bruselas los tambores lejanos, avisando de que es el momento de testimoniar el cáliz de la sangre… mas, cómo no, de la sangre ajena. Puigdemont no renuncia a ejercer de ventrílocuo. Y Junqueras se apresta a ser un Mandela del pan con tumaca, como si la larga marcha hacia la no violencia pudiera sortear tanto hartazgo. Desde el otro lado, no faltan opositores -del verbo opositar- dispuestos a manejar el winchester desde la cubierta, a no templar el sentido de Estado por un puñado de votos, dispuestos a encenderse un fósforo en el rostro imberbe para ver quién tiene más larga su españolía, o incluso su narcisismo.

A falta de mayores cotas de congruencia y competencia, al menos sería deseable menores dosis de intransigencia. Barcelona también es parte del Estado, y tan oportuno es celebrar un Consejo de Ministros en la Llotja de Mar como los que se han celebrado en el palacio de Marivent.

La diligencia no es únicamente uno de los mejores westerns. También incita su ambivalencia semántica, huérfanos de los grandes horizontes, y de avezados conductores que manejen las bridas desde el pescante.

* Abogado