Yo soy uno de esos que, cuando adolescente, salía del instituto Góngora y compraba cromos para mi álbum de la Liga en el kiosco de Las Tendillas o en el de Adela, que estaba antes de llegar a Blanco Belmonte. Los del FC Barcelona los repetía y recortaba las cabezas para pegarlas sobre el forrado tapón (o sansón en la jerga local) de las botellas. Ramallet, Biosca, Kubala, etc., Luego, jugaba en los portales partidos contra los del Madrid o del Español o del Bilbao. El balón era un garbanzo. Teníamos porterías metálicas con mallas, que me tejía una tía abuela, y un reglamento escrito con un árbitro para aplicarlo. En el patio del colegio, en las calles del barrio, en los descampados de las afueras, en las eras del pueblo en los veranos, jugaba al fútbol alineándome con el equipo de los del FC Barcelona contra los del Real Madrid. Nunca supe por qué me hice del Barcelona como mi hermano no sabría decir por qué se hizo del Español u otros amigos y vecinos del Madrid. Ninguno teníamos demasiada conciencia política para esa preferencia. Imitábamos en el juego una realidad deportiva, eso era todo. La política vino después y, cosas extraña, los madridista en gran parte se hicieron con la edad de derechas y centralista y los barcelonistas de izquierdas y periféricos. No digo independentistas porque no estaba en el vocabulario de la época ni venía adjunto al término culé. Esta realidad es sentida ahora por los culés como un fraude, si bien es verdad que algo de culpa tuvimos nosotros, que no supimos interpretar ese lema de que el Barça es «més que un club» cuando nos hicimos padres y abuelos. Ahora lo sabemos bien y estamos, como se suele decir, con los patas colgando.

Un ejemplo: el día del 1-O me encontraba en una Peña culé, a la que yo había colaborado a fundar e incluso dirigí unas palabritas en el acto, y ante la angustia de si el partido con Las Palmas se retransmitiría por la televisión o se suspendería, como especulaban los comentaristas. Era una angustia deportiva pero también política, porque observaba que en ese periodo de indecisión a nadie se le ocurrió cambiar de canal para seguir los acontecimientos que se desarrollaban en Cataluña. No era indiferencia, sino algo parecido a la vergüenza que envolvía un espíritu dividido. La gran mayoría de aquellos socios era culés, pero no independentistas. Sobre las mesas había publicaciones de gran coste enviadas por la Federación de Peynes barcelanistas, a veces en edición bilingüe al español e inglés, y en donde se daban datos de cómo las peñas fuera de Cataluña superaba con mucho a las del territorio propio. Es claro que si Cataluña se independiza podrá haber culés en otras partes del mundo, pero ¿qué ocurrirá con las establecidas en el Estado español? ¿Cómo ser seguidor de un equipo que no juega en la Liga española y, aún más, que ha estimulado el secesionismo? Estas y otras preguntas surgieron tras el partido a puerta cerrada, pero fue mi amigo Antonio quien centró la gravedad del caso: Tengo un amigo -dijo- que vende el abono para el césped de los campos de fútbol de FC Barcelona y el club le ha remitido una carta comunicándole que, si quiere seguir siendo el servidor del producto, tiene que cambiar los envases para que no aparezca ni el origen español ni la bandera española. El silencio apagó la victoria sobre Las Palmas y los goles de Messi.

* Comentarista político