En su biografía sobre Franco, Paul Preston nos ofrece varias muestras acerca de la convicción que tenía de que no era un dictador, lo cual prueba su incapacidad para ejercer autocrítica. Así, cita que en 1946 le manifestó a un periodista de la agencia internacional News Service: «Yo no soy dueño, como fuera se cree, de hacer lo que quiero. Necesito como todos los gobiernos del mundo la asistencia y el acuerdo de mi gobierno». Y unos años después, en 1958, en declaraciones a otro periodista francés afirmaba que «para todos los españoles y para mí mismo, calificarme como dictador es una puerilidad». Así hablaba un militar que había consolidado su poder a lo largo tres años de una guerra civil iniciada como consecuencia de un golpe de estado del que él fue protagonista. El primer paso se dio en septiembre de 1936 cuando la Junta de Defensa Nacional, presidida hasta entonces por el general Cabanellas, acordó reconocerlo como «Generalísimo» y como «Jefe del Gobierno del Estado Español»; un decreto posterior ampliaría sus poderes a los de Jefe de Estado, cargo que asumió el 1 de octubre. En abril de 1937 se publicó el decreto de unificación, por el cual se creaba FET y de las JONS, al tiempo que quedaban suprimidos el resto de partidos y organizaciones, de modo que los símbolos e himnos falangistas, y en menor medida los tradicionalistas, se integraron en el nuevo Estado. A comienzos de 1938 formó su primer gobierno, y al mismo tiempo se publicaba el decreto por el cual quedaban vinculadas la jefatura del Estado y la presidencia del Gobierno; el mismo año se promulgó el Fuero del Trabajo, en la línea del sindicalismo vertical del fascismo italiano.

Hace años se mantuvo una fructífera polémica para definir la naturaleza del régimen franquista. Hoy día, ningún historiador solvente se atreve a mantener que no fuera una dictadura, lo más que hacen algunos es definirlo como una «dictadura no totalitaria». Es cierto que no se puede establecer una analogía con los regímenes de Hitler o Mussolini, porque, como explicó Manuel Pérez Ledesma en un artículo en Historia Social (1994), el régimen de Franco sólo pretendía «asegurar la recuperación del poder por las fuerzas conservadoras; y en lugar de pretender la creación de una nueva comunidad, sólo intentó restablecer la comunidad tradicional, es decir, aquel pasado glorioso e idealizado que el liberalismo y la democracia habían puesto en peligro». A Pérez Ledesma le parecía muy adecuado, cuestión que comparto, lo que escribió Azaña en su diario el 6 de octubre de 1937: que si ganaban los sublevados en España se impondría «una dictadura militar eclesiástica de tipo tradicional». Y en efecto, lo «militar» tuvo siempre un papel relevante a lo largo de todo el franquismo. En cuanto a la influencia de la Iglesia, estuvo presente desde un principio, y mantuvo una estrecha colaboración con el régimen, incluso antes de la firma del Concordato en 1953. Y por supuesto, hay que contar con una base social amplia y un juego en el equilibrio de poderes y en la formación de coaliciones que, según Ángel Viñas, condujeron en la segunda parte de la dictadura, a partir de los años 50, a que esta tuviese una «base militar-clerical-tecnocrática-fascistoide».

Si a esto añadimos una cuestión no menor, como fue que la represión nunca desapareció, que los derrotados en la guerra fueron siempre considerados como vencidos y que nunca existió un espíritu favorable a la creación de un marco de convivencia basado en el respeto a otras ideologías, convendremos en que no es un asunto menor que el dictador siga enterrado en un mausoleo construido por presos republicanos. No es tanto una cuestión de memoria histórica como de respeto a nuestra Historia y a nuestra dignidad en cuanto ciudadanos miembros de un Estado democrático.

* Historiador