La gloria es tan efímera que resulta patético ver los esfuerzos que emplean algunos en pasar a la historia. Un día eres el rey del mambo y al día siguiente pueden llegar vientos en contra que empujen hacia otro lado la rueda de tu fortuna. Se apaga tu estrella y te quedas a oscuras el resto de tu vida. O la posteridad --que siempre está a la vuelta de la esquina, pues nada hay más frágil que la vida humana-- te cambia en un soplo los oros por purpurina mal pintada y ahí se quedan tus deudos --tú por suerte no te enteras-- con el sabor amargo de lo que pudo haber sido y no fue, o fue por un instante tan fugaz que los brillos de aquel relámpago quedaron sepultados por la oscuridad de la desmemoria.

Me asaltan estos pensamientos metafísicos, por ejemplo, cuando veo a los cabecillas del independentismo catalán sobreactuar hasta límites que sobrepasan el sentido de la dignidad y hacer un ridículo sin fronteras, después de haber arrastrado a sus conciudadanos a una situación límite defendiendo con mentiras una causa bajo la que ocultan una sola verdad incontestable: quieren que sus nombres formen parte de la historia de un país que no reconocen como suyo; pretenden a toda costa que se hable de ellos no solo en Cataluña --a la que dicen querer liberar del yugo opresor de un Estado totalitario que les roba hasta el aire que respiran--, sino en la España que los malquiere, en esa Europa adonde Puigdemont y compañía han huido en busca de un cielo protector del que pueden caerles chuzos de punta y en todo el orbe en general. Vanidad de vanidades. Pura soberbia, que pretende vender como héroes a salvapatrias de medio pelo aspirantes a la trascendencia, esa cosa tan volátil.

Por eso no acabo de entender el interés que tienen algunos --unas veces confesado, y otras no-- por ver una calle o plaza puesta a su nombre o al de un allegado, aunque sea una de esas callejas del entramado urbano que conducen a la nada. En Córdoba aún se comenta con chanza el caso de un prócer fallecido no hace mucho que, teniéndolo casi todo y a falta solo de ver su nombre rotulando un espacio público, puso tanto empeño en conseguirlo que el Ayuntamiento, para quitarse de encima un compromiso que no estaba dispuesto a asumir por más ínfulas que se gastara el pretendiente, decretó que nadie podría optar en adelante a nominar una parcela de la ciudad viva sin habitar antes otra entre los muertos. Algo que tampoco ha conseguido el personaje a título póstumo (al menos de momento, porque demostrado está que los amores colectivos van y vienen según quienes los orquesten), aunque sí quitó la posibilidad de que otros y otras pudieran lograrlo en vida. Y así hasta que otra Corporación municipal revoque la orden, que también podría suceder.

Pero no parecen ir por ahí los tiros sino todo lo contrario, es decir, que no está previsto subir a nadie a los altares del nomenclátor callejero sino bajar a unos pocos. Nombres como el de Cañero, que define todo un barrio por ceder los terrenos para su construcción; José Cruz-Conde, que remite a la vía más céntrica y comercial de la ciudad, perfilada bajo su mandado; el conde de Vallellano, al que la Córdoba de la «década prodigiosa» de otro Cruz-Conde, Antonio, dedicó una gran avenida en reconocimiento a su ayuda en la expansión urbana, y hasta un simple pero prestigioso sabio, el cronista Rey Díaz, entre otros, serán desposeídos de su lugar en el paraíso viario. Todos por una misma razón, haber desarrollado su labor en época de Franco y por tanto ser símbolos a erradicar para dar cumplimiento la Ley de la Memoria Histórica. Se trata de saldar cuentas con el pasado, aunque se refresquen heridas en el presente. Ya ven qué poco dura la posteridad.