En mitad del derrumbamiento cenital de tipo económico, anímico y social, que, en estos momentos, asola este país, uno intenta aferrarse a un junco de esperanza para no acabar derribado por el vórtice de la desilusión, el miedo y la estulticia que en torno a mí silban fieramente. Miro a mi alrededor con el temblor del pájaro herido que fue abatido en vuelo. Siento a veces que vivo --igual que millones de españoles-- sumergido en los légamos de un sueño pedregoso que no tiene fin, ni inicio, ni sentido. El futuro de España es un ciego con muletas que acaba de ser atracado en una esquina. Y lo malo es que yo formo parte de ese ciego al que le han vaciado en la calle los bolsillos. Aún oigo el fragor de su cuerpo caer a tierra llenando mi espíritu de una densa bruma. Intento elevarme; mas ya no tengo fuerzas. La realidad es un puro despropósito. No hay ni un solo motivo para la alegría. Las decisiones que vienen desde arriba, de quienes gobiernan, derruyen mi inocencia. Y lo que ha terminado de vendar mi ánimo, de apagar la mínima fe que en mí alumbraba para atisbar la luz al final del túnel, ha sido ver cómo se abren las escuelas sin pararse a pensar que es una insensatez mayúscula de la que algún día nos arrepentiremos.

Un problema de este país --quizá el mayor-- es el de la indiferencia y el desdén que inundan los ojos de aquellos que nos rigen. Su mirada carece de horizontalidad. Solo saben mirar de arriba para abajo, y dentro de ellos no cabe la empatía, ni la ternura, el afecto o la clemencia. No se le puede pedir cerezas al chopo, ni buscar avellanas en las ramas de un espino. Pese a todo, uno intenta hallar un leve hálito, una vela encendida en mitad de la penumbra. Es un rasgo genuino que me caracteriza. Cuando era un chaval y me acercaba en el otoño, bajo un cielo con nubes de plomo, hacia la escuela, tenía un sentimiento difícil de explicar en el que se mezclaban el miedo y la alegría. Lo primero ocurría antes de pasar a clase, cuando nos obligaban a cantar himnos solemnes bajo un sol de cartón agrietado por el frío. Lo segundo estallaba --una emoción de turmalina-- cuando el maestro, uno de los de aquel tiempo, nos ubicaba al pie de la pizarra para ir leyendo sin prisa, y con vehemencia, poemas de autores hispanoamericanos. Luego de esto, ordenados en pupitres cenicientos, los alumnos nos entregábamos a escribir una redacción, o un dictado puntilloso, según tocase el día de la semana. Y ahí nació mi pasión por la escritura. Paradójicamente, en aquel ambiente represor del tardofranquismo había una educación más centrada en las letras y en las artes que la de hoy, en la que las humanidades, la filosofía y la lengua han sido segadas por políticas cerriles. Y esto no ha sucedido por casualidad, sino que todo responde a una estrategia para estupidizar una sociedad de por sí ya tocada e inmersa en la estulticia. A quienes dirigen el mundo en el que estamos lo único que les interesa, y obsesiona, es que seamos unos seres zafios e incultos para, de esa manera, poder manipularnos. De ahí la falta de afecto y de respeto que hoy se les muestra a maestros y profesores, ninguneados a diario por aquellos o aquellas que rigen el tema educativo de una manera torpe, atrabiliaria, que roza con mucha frecuencia el sinsentido. La enseñanza en nuestro país ha caído tanto que uno siente vergüenza al mirar unos planes educativos puramente pragmáticos, gélidos y asépticos, huérfanos de humanidades. Así nos va, y así les va a los maestros y profesores que han de sufrir día tras día, estoicamente, la aridez de un absurdo sistema pedagógico que embrutece al alumno y lo materializa apagando su ángulo humano, sensitivo.

En los últimos días, con el regreso a los colegios y a los institutos, ha surgido el gran problema del peligro que pesa sobre alumnado y profesores con el tema maldito del coronavirus. No tiene sentido que en un país donde la ley prohíbe reunirse en grupo a más de diez personas obligue, entre tanto, a que los maestros se reúnan en clases pequeñas con casi treinta alumnos. La lógica aquí tropieza de raíz con la estupidez de aquellos que diseñan y aprueban de facto este tipo de medidas. ¿Qué ocurrirá --me pregunto-- cuando empiecen a contagiarse los niños y los maestros expandiendo, con ello, el virus a sus familias? Si mis hijas fueran pequeñas --hoy son mujeres-- no dejaría que fueran al colegio: la salud y la vida están antes que la educación. ¿No podrían esperar las clases presenciales a que una vacuna, o algún medicamento, detuvieran el fiero fragor de la pandemia? Puede que esté equivocado, no lo sé, pero me dejo guiar por la razón, por la pura coherencia y la lógica: con las ratios que existen ahora (treinta alumnos en una clase) es una locura abrir nuestros colegios. Ojalá me equivoque; será cuestión de días. Quizá dentro de mí aún subsista la intuición de aquel alumno sensible y reservado que acudía a la escuela bajo una opresión de himnos, de yugos y banderas, esperando conectar con el único antídoto para borrar el miedo: el milagroso temblor de la poesía.