El independentismo era incendiar neumáticos sobre unas vías de tren y una foto de la familia real. Esta hondura lírica adorna el pensamiento único del soberanismo, que no ha tenido empacho en marginar a la mitad de su población, mientras los voceros de la identidad excluyente erigen un discurso totalizador que antes fue también totalitario. Poco a poco consuman la fórmula de Goebbels: esa mentira repetida cien veces, y convertida en verdad. Así, las noticias que llegan desde la celebración de la Diada, igual que cuando ocuparon el paso de la Junquera, se exhiben como si fueran representativas de una población que ha sido cortada en dos por el tajo soberanista. Aceptamos con normalidad sus reivindicaciones infantiles de la patria perdida que nunca existió, que al final consisten en quemar una fotografía. Eso era todo: monarquía y neumáticos. El resto de España, mientras, mira con distancia a Cataluña, con un cierto cansancio no de ahora, porque se ha ido labrando a base de racismos solapados y furias intestinas por una identidad que no viene en los mapas. Nadie es mejor que nadie por nacer aquí o allí: solamente tiene más oportunidades, o ninguna. Hemos aceptado la ridiculez nacionalista como un discurso serio, cuando no lo es, sino unas gamberradas de camisas pardas, como no dejar entrar a los universitarios en sus clases para reivindicar la libertad. Eso sí: reivindicar la poesía en catalán de Gimferrer lo hacemos unos cuantos poetas andaluces. En fin, que ha sido la Diada y el independentismo sigue siendo una cursilería sensiblera de mayo francés venido a menos que funciona maravillosamente como cortina de humo. Pero sabemos que media población, la que no quiere eso, está siendo sistemáticamente maltratada por un Gobierno que solo trabaja contra ella. Y nos parece normal, como esa misma quema de neumáticos de ayer. Como el abrazo de Sánchez al independentismo. Más allá de estas llamas entusiastas, seguirá la tabarra con su vacío real.