Javier Sánchez Menéndez ha traído a Córdoba su baile del diablo, esa espiral de horas que se rasga en los ojos, que es una escritura con su carga de cuerpo. La literatura sale al paso de la autobiografía, antes o después, porque la textura verbal acaba siendo una intermediación con la verdad. El vuelo metafórico se afirma en la conciencia de una obra artística, esto es cierto; pero poco después, en su profundidad, algunos lectores esperamos un vuelo de vida, rasante y rutilante vida. Como nos enseñó Baudelaire, también el albatros cae desde la altura al lodo, enfangando sus alas, lastrándolas con esa carga natural de peso. Eso mismo pasa con la vida: nos cincela a nosotros, nos escribe, nos gasta. Un escritor puede ser el alcance de su pirotecnia; pero si de verdad merece la pena, acabará ofreciendo un poso en la mirada, una revelación afirmada en su propia desnudez. Hace un par de días presentó Javier Sánchez Menéndez El baile del diablo, su último libro de poemas, en La República de las Letras, editado por Renacimiento. Depurado en su destilación, es «puramente confesional, para nada ficticio. Comencé a escribirlo en 2004, cuando cumplí los cuarenta años. En este tiempo he visto fallecer a mis padres y he vivido cosas que te hacen mirar hacia el pasado y recordar muchos momentos». El baile del diablo, su partida de cartas en las sombras del asombro diario, con su sangre encendida, parte de una poética de íntimo testimonio. Poesía necesaria como el pan de cada día para quien la sutura; pero también, entonces, para los demás. Si en las composiciones en prosa de Sánchez Menéndez, como Mediodía en Kensington Park, esa nitidez plástica de espacios nos recorre a nosotros, en este libro podemos asistir a la razón de un hombre. Porque únicamente los poemas que rabian por ser escritos, que acumulan sus propios términos de familia, se vuelven imprescindibles. Todo esto es pasión, pulso y recorte, o no es nada. Todo esto es dolor o no es poesía.

* Escritor