Acabamos de conocer que fue san Odilón, quinto abad de Cluny, el que otorgó, en el siglo XI, fuerza de ley y carácter universal a la liturgia monástica que celebraba el 2 de noviembre la festividad de todos los fieles difuntos. Práctica piadosa que, siglos después, impulsó decisivamente Benedicto XV.

En consecuencia, dicha celebración religiosa del día de los difuntos es el antecedente remotísimo de una costumbre laica cada vez más extendida. Dedicar días precisos del calendario al recuerdo de muy diversos aconteceres, personas, cosas, sentimientos o actividades. Ya existe un catálogo sumamente amplio: día de los enamorados, día de la lucha contra el Sida, día del padre, día de la madre, día de la mujer trabajadora; día del libro; día del orgullo gay; día de la prevención del cáncer de mama; día mundial del beticismo; etcétera.

Pero vamos a detenernos en el día de los difuntos, el 2 de noviembre, que era celebrado con toda solemnidad por nuestros abuelos. Después de poner las enaguas y la tarima a la mesa del brasero, asistían a la representación del ripioso Don Juan Tenorio de Zorrilla; degustaban, además de las imprescindibles gachas con tropezones de pan frito, huesos de santo confeccionados con mazapán; y, sobre todo, no faltaba la visita a los cementerios, convertidos en amenos jardines de crisantemos. Así los quería san Juan Crisóstomo, a quien debemos la palabra cementerio que, etimológicamente, significa dormitorio. Dormitorio para acunar el sueño eterno.

Ese culto a los muertos, en los más variados dormitorios, se remonta a la prehistoria profunda, cuando, en ocasiones, solo se enterraban los huesos mondos y lirondos pues, según los últimos estudios, nuestros desgreñados ancestros, fueron antropófagos. Después, algo más civilizados, en Egipto y en Oriente Medio, faraones y déspotas imperiales, construyeron pirámides colosales y suntuosos mausoleos pues, atrapados en la soberbia, se resistían a abandonar la grandeza y el poder que los acompañó mientras pisaron la Tierra. Por eso, como deseaban seguir existiendo --de ilusión también se vive-- después de hincar el pico, levantaron monumentos funerarios en los que continuarían gozando de joyas, comodidades, esclavos sacrificados para que les dieran compañía e incluso selectos manjares.

Luego, en los tiempos medievales, la cristiandad estableció un respeto sagrado a los camposantos donde se aguardaba el santo advenimiento. Muchas veces, fueron lugares de reunión que, en tiempos de las grandes catástrofes y epidemias, servían a los predicadores sagrados para pronunciar sermones apocalípticos e impartir consuelo ante las postrimerías y las danzas de la muerte. Una realidad inimitablemente descrita por Huizinga en El otoño de la Edad Media.

Ya en el siglo pasado, Bernanos presenció los horrores de la guerra civil española, con Los grandes cementerios bajo la luna que, al poco tiempo, durante la Segunda Guerra Mundial, fueron excedidos por las fosas comunes a pleno sol, inconmensurables, sin lápidas, excavadas para poder enterrar a las víctimas millonarias de la centuria más cruel, asesina y genocida que se conoce en toda la Historia.

Ahora, en tiempos de paz occidental, una vez superadas, definitivamente, las guerras como deporte dinástico o locura expansionista, la tradición cristiana sigue conmemorando el día de los fieles difuntos que, cada vez en mayor número, esperan el juicio final fuera de los cementerios clásicos, incinerados, convertidos en cenizas, en el «polvo serán, mas polvo enamorado» del verso de Quevedo.

Volvamos, para finalizar, al 2 de noviembre. Día necrológico en el que, tantas veces, subyace una tristeza complementaria al pensar en las palabas amables que dejamos de decir; en la caricia merecida que faltó; en el pequeño cuidado, en el detalle sencillo, en el gesto fácil, en la alabanza que, perezosos, aplazamos para otro día, atrapados en la rutina de lo cotidiano o en las tareas mercantiles que mellan la atención personal, disipan la ternura e implantan el egoísmo que nos deshumaniza. Acciones todas tan irreparables como el tiempo que huye galopando.

* Escritor